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La Mina, treinta años después

Joan Subirats

Lo que ha ido ocurriendo en el barrio de La Mina en los últimos 30 años es un magnífico ejemplo de las luces y sombras que rodean la gran transformación urbana, económica y social que ha sacudido la ciudad de Barcelona y su entorno en estos decenios. No es casual que sea uno de los ejemplos seleccionados por Oriol Nel.lo en la obra Aquí, no!, de obligada lectura para cualquier interesado en la realidad catalana actual, y que ha contado con la minuciosa reconstrucción histórica del también geógrafo Joan Roca. La Mina fue una más de las iniciativas apresuradas y especulativas que dieron respuesta a la gran oleada de inmigración de la década de 1960 y principios de la de 1970. Bellvitge, Gornal, El Polvorí, Sant Cosme, Pomar, Llefià, Mombau, Trinitat han poblado nuestro territorio metropolitano y han ido constituyendo ejemplos de cómo la rápida solución de hoy puede acabar siendo el gran problema del mañana. Todos esos enclaves han tenido su propia historia y presentan hoy situaciones muy diversas de articulación social, de vertebración urbana y de bienestar colectivo. No exageramos si decimos que La Mina sigue siendo, 30 años después, una gran asignatura pendiente.

Hace unos días, un conjunto de técnicos y observadores de la realidad urbana de la metrópolis barcelonesa, junto con algunos vecinos de la Plataforma de Entidades y expertos europeos en transformación social de barrios, se reunieron, bajo los auspicios de Barcelona Regional, la Fundació Pi Sunyer y Aula Barcelona, para discutir la realidad de La Mina y sus perspectivas de transformación. Los 30 años de historia de La Mina, vistos desde la perspectiva que da el tiempo, son como la crónica de un problema anunciado. Por una lado, el origen de su creación, a caballo de la dinámica porciolista, aprovechando la supremacía de Barcelona y de sus intereses frente a la debilidad de los municipios de su entorno. Por otro lado, la tradicional falta de urbanización y de servicios adecuados en este tipo de iniciativas, junto con la concentracion en el barrio de una población homogénea y con dificultades de integración y un entorno que propiciaba el aislamiento y la poca autoestima de sus vecinos, fueron generando la progresiva estigmatización del barrio, ya en plena democracia. Ni Barcelona quería seguir asumiendo un problema que, como en otros casos, había situado fuera de sus estrechos confines, ni Sant Adrià sentía como propio lo que se había vivido como un trágala administrativo propio del franquismo. Se fueron sucediendo los planes y los proyectos de reforma, que, uno a uno, fueron pereciendo en la maraña de competencias cruzadas y de (des)responsabilidades compartidas. Mientras, los que podían se iban y, como acostumbra a ocurrir en situaciones de vacío institucional, aparecieron los contrapoderes mafiosos y delictivos que convirtieron el barrio en su feudo particular. Entre derribar el barrio o acometer su reforma, han ido pasando los años, y sólo la perspectiva acuciante del Fòrum 2004 y toda la operación Besòs lo ha desencallado todo de golpe.

De las cenizas del plan de Cantallops-Ribas-Roca, que ya en 1990 entendieron que sólo era abordable el tema de La Mina desde una perspectiva más amplia, hasta el plan de Jornet-Llop-Pastor de 2001, ha habido vacilaciones, intentos especulativos, desencuentros institucionales y oportunismos políticos de todo tipo. En medio se han logrado reorganizar los temas de propiedad y entender que sin complementar la operación urbanística necesaria con una profunda reforma social y de credibilidad política, nada sería posible. Lo más chocante de este proceso y que merece la más alta consideración es la capacidad y perseverancia de algunos vecinos y técnicos de los servicios sociales del barrio para seguir creyendo que, en medio de las mafias delictivas organizadas del mismo y tras innumerables decepciones y reiteradas muestras de falta de credibilidad de las promesas de las administraciones, todavía sigue siendo posible salvar La Mina. A ello ha contribuido, sin duda, el compromiso del municipio de Sant Adrià, que ha entendido que el problema (y la oportunidad) de La Mina es también su problema (y su oportunidad). Y en el mismo sentido, y con razón, los vecinos consideran que, en la perspectiva de 2004, es ahora o nunca.

La Mina es un síntoma, un síntoma de lo que ha sido una forma unilateral e ilustradamente prepotente de entender el urbanismo en este país. Un síntoma de lo que puede acabar acarreando el sólo ver la parte competitiva y desarrollista de un modelo de ciudad que puede acabar despreciando o ignorando a los nuevos y viejos perdedores. Un síntoma de lo que nos puede volver a pasar si no aprendemos la lección de la llegada masiva de inmigración de llas décadas de 1960 y 1970. Y esperemos que sea también un ejemplo de que por muchos recursos de que se disponga y de que se cuente con el mejor soporte técnico, si no se es capaz de implicar a la gente afectada, poco se podrá hacer. No es sólo, que también, un tema de participación formal. No es sólo, que también, un tema de transparencia informativa. Es entender que el diálogo ciudadanía-Administración se ha de hacer desde la simetría y no desde la jerarquía. Desde la igualdad técnica y política, y no desde el paternalismo benevolente. Con recursos, intervención urbana y seguridad, pero también con gran inversión educativa y social, en una perspectiva de desarrollo comunitario integral. Con consenso, pero con capacidad de decisión política y no sólo de gestión, ya que los conflictos son inevitables y deben ser afrontados con legitimidad y capacidad representativa.

La gran perspectiva de cambio que se ha abierto en toda el área del Besòs tiene en La Mina un examen que debe superarse con nota. Y no habría nada peor que todo quedara, una vez más, en una nueva maniobra de diversión ante la proximidad de un gran evento. Los vecinos del barrio tienen derecho a discutir su futuro. Tienen derecho a clarificar quién acabará beneficiándose de las operaciones en marcha. Y los ciudadanos de la gran conurbación de Barcelona tenemos derecho a pedir más capacidad de gobernación del conjunto metropolitano. Tenemos derecho a reclamar que se aborden con rapidez y con la suficiente inteligencia y sentido de la complejidad esas situaciones sociales de exclusión y marginación que han ido cronificándose y que ponen interrogantes significativos en nuestra aparentemente brillante realidad urbana.

Joan Subirats es catedrático de Ciencias Políticas de la UAB.

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