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Columna
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Lastrados por el pasado

Si veinte años no es nada como dice el tango, qué serán 100 días. Pero las costumbres hacen leyes, y ya es un tópico e incluso resulta obligado hacer balance de periodo tan escaso cuando un gobierno primerizo concluye esta etapa. El Consell de Francisco Camps alcanza hoy esta metafórica meta y lo primero que hay que decir -a diferencia de lo que ocurrió hace ocho años, cuando este periódico tituló "El Consell [de Zaplana] termina los 100 días de gracia sin destapar sus cartas, a la espera de las generales"- es que este Gobierno, gobierna. Cuestión distinta es cómo lo hace; aunque a nadie se le oculta que desde que el presidente Camps juró su cargo ha impuesto una velocidad que ha provocado no pocos derrapes y algún que otro vuelco en la cuneta. La inexperiencia casa mal con las prisas.

Y el caso es que los primeros pasos aparentaron un aplomo y una decisión tan sorprendentes, por inesperados, que parecía que los populares habían hecho suyo el lema con el que el PSOE había concurrido a las elecciones: "Otra manera de ser, otra manera de gobernar". Camps fue el primer presidente de la Generalitat que realizó íntegramente su discurso de investidura en valenciano. La presentación de su primer Consell proyectó una imagen de renovación combinada con la continuidad de buena parte del equipo de Eduardo Zaplana, que pareció contentar a todos. Pero la tranquilidad en el seno del PP y la imagen de unidad se quebró en el instante en que el consejero de Educación y Cultura, Esteban González, antepuso la construcción de escuelas a la ampliación del IVAM, sugiriendo, de paso, que las arcas autonómicas estaban vacías. Además, González comenzó a visitar, en un gesto también sin precedentes en la historia autonómica, a los rectores de las universidades y a los sindicatos de la enseñanza ofreciendo la paz donde antes se libraban feroces batallas.

Los gestos que utilizaba el nuevo Gobierno para diferenciarse del anterior no sentaron nada bien entre el zaplanismo, que ya desconfiaba de Camps desde el mismo momento en que fue proclamado candidato. Y bastó un resbalón ingenuo del presidente cuando anunció en público que Bancaixa y la CAM no se fusionarían para que los portavoces del ministro de Trabajo en el PP valenciano se le lanzaran a la yugular. En unas declaraciones de las que no hay precedentes históricos en la reciente democracia, el portavoz popular en las Cortes Valencianas, Serafín Castellano, le enmendó la plana a su presidente y, poco más tarde, un diputado de tercera, Eduardo Ovejero, pidió en público la dimisión del consejero de Presidencia, Alejandro Font de Mora. Zaplana, desde la sombra, ejercía de bombero pirómano. La tensión alcanzó tal nivel que, según algunas fuentes, Camps llegó a plantearse la posibilidad de dimitir. No es ésta la situación actual y, por otra parte, las fricciones en los segundos niveles entre los miembros del anterior equipo y el nuevo son ya historia, salvo alguna que otra excepción.

Tras la embestida de los primeros días de agosto, el presidente de la Generalitat y el ministro de Trabajo, con los buenos oficios de Carlos Fabra, entre otros, firmaron un armisticio. No más broncas en público; pero el deterioro de las relaciones personales entre ambos es irreversible. La guerra fría, a fecha de hoy, es más gélida que nunca. Zaplana utiliza el grupo parlamentario del PP en las Cortes Valencianas, que controla absolutamente, para mostrar sus poderes. Camps, su cargo institucional y el presupuesto. La próxima renovación de cargos en las cajas de ahorro y, especialmente, lo que ocurra con Julio de Miguel, actual presidente de Bancaixa, ayudará a despejar algunas incógnitas.

El armisticio entre el ministro y el presidente tiene fecha de caducidad en las elecciones generales. Hasta entonces el presidente, lastrado por el pasado, tendrá que contemporizar y aplazar decisiones para no generar más tensiones que las estrictamente necesarias. A partir de marzo todas las hipótesis juegan a su favor. Si al ministro se le tuercen la cosas en Madrid por razones ahora impensables, bien; pero si es llamado por Rajoy a más altos designios tampoco ocurre nada. Es cosa sabida que Zaplana tiene una concepción instrumental de la política y cuanto más poder acumule en la Villa y Corte, más lejos estará de Valencia.

El pacto de agosto ha permitido al Consell presentar su programa en las Cortes con una relativa tranquilidad y al presidente y a su consejero más visible, Esteban González, impulsar una política patriótica de gestos, que se sitúa entre Jaime I y Teodoro Llorente y que lleva al consejero de Educación a decir cosas tan peregrinas como que la recuperación del claustro del monasterio de la Valldigna es "sin duda, una de las mejores -si no la mejor- noticia a la que podré dar voz en esta legislatura". Este fervor patriótico (sustentado, tal vez, en el primer verso del Himne de la Coronació de la Mare de Déu dels Desemparats: La pàtria valenciana s'empara baix ton mant) tiene algo de rancio y antiguo. A los ciudadanos, probablemente, les gustaría que la mejor noticia de ese departamento fuera el final de los barracones, la llegada de Internet a todos los colegios -con el sistema Linux, a ser posible- o que la inversión pública en I+D está por encima de la media española. Ésas sí que serían magníficas noticias para la comunidad educativa. Mientras, para no molestar a Zaplana, o tal vez sí, se nombra a Jaume Matas Ambaixador del Regne de València.

Lastrado está Camps por Zaplana y la convocatoria de las elecciones generales. Y, en las filas de la oposición, no anda con menos plomo Joan Ignasi Pla, con el agravante de que no tiene un euro para repartir entre las tribus de su partido. A falta de presupuesto, el secretario general de los socialistas valencianos dedica la mayor parte de su tiempo a trabajarse la organización de cara al congreso que se celebrará previsiblemente después del verano del 2004. Es su principal objetivo: recuperar el capital político que acumuló hasta las elecciones autonómicas y que ha perdido en buena parte durante este mes de septiembre. El tiempo que le queda libre, que no es mucho, lo dedica a desdecirse de posiciones políticas que defendió con ahínco antaño y que ahora, influido y lastrado por sus alianzas internas, ha modificado. Pla también cumple 100 días como jefe de la oposición; pero no tendrá veinte años para convencer a los ciudadanos de la bondad de sus nuevas (?) ideas.

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