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Columna
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El tranvía

Hace poco tuvo lugar un atropellamiento de tranvía. Se trataba de un joven que había recibido un golpe en el hombro. Aunque no era nada de importancia, inmediatamente se arremolinó la gente a su alrededor, por si acaso había sucedido algo interesante. Sin embargo, lo más sorprendente eran las conversaciones del público. "A mí me atropelló el otro día", dijo un viandante. "Pues la verdad es que a mí me atropelló también hace poco", añadió una señora. "Y a mí por poco el otro día", soltó una viejecita agitando el paraguas. Esto demostraba un raro fenómeno en la villa: si no te atropellaba el tranvía, en Bilbao no eras nadie. De hecho, un chaval que también observaba la escena exclamó, contrariado: "Joer, pues a mí nunca me ha atropellado".

El corro que se formó alrededor del accidentado confirmaba esta curiosa tendencia de la gente a dejarse atropellar para figurar en el libro de honor de atropellados por el tranvía. Claro está que, para conseguir un buen atropello, en toda regla, hay que desafiar la pericia de los conductores, auténticos maestros en el manejo del juego de frenos, que, sin razón aparente, se empeñan en evitar los cuerpos susceptibles de ser atropellados. En otras palabras, es necesario arrojarse decididamente frente al tranvía para pertenecer a ese selecto club de ciudadanos que han mordido el polvo, y vivir para poder contárselo al mismísimo Azkuna. Para muchos, haber sido atropellados supone más que un título nobiliario, más que una distinción, más que un pedigrí: es, sin lugar a dudas, la condecoración txirene que le consagra a uno como ciudadano atropellado.

No es raro que todo el mundo conozca a alguien que ya ha sido atropellado, al cual pregunten su opinión sobre la experiencia, deseosos de probar. Muertos de envidia por no haber sido atropellados, muchos ciudadanos se ponen una tualete elegante -del tipo Bilbao toute la vie- y salen a dar un paseo por ahí para ver si hay suerte y pueden ser atropellados esa misma tarde. A menudo regresan a casa decepcionados al no haber conseguido su objetivo, pero al día siguiente vuelven a probar, haciendo gala de una constancia ejemplar. En efecto, no se le puede negar a nadie el derecho a ser atropellado, pero esto plantea constantes problemas, porque, como es lógico, no es posible atropellar democráticamente a todo el mundo, y realizar el servicio de transporte al mismo tiempo.

Consciente de ello, la siempre cívica y responsable ciudadanía ha optado, después del furor inicial, por dejarse atropellar sólo de cuando en cuando -como quien no quiere la cosa- para facilitar la labor de su transporte público. En los círculos de la progresía de Bilbao, ser atropellado más de tres o cuatro veces en la vida está visto como algo de mal gusto, y ya sólo se dejan atropellar quienes han perdido la consideración social, y desean, de alguna forma, atraer de nuevo el interés hacia sus personas.

Al fin y al cabo, el tranvía sigue cumpliendo con su labor en el peculiar entramado de la sociedad bilbaína.

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