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Columna
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¿Qué pasaría si Maragall no fuese Maragall?

Uno sospecha que si la euro-región transpirenaica propuesta hace semanas por Pasqual Maragall hubiese sido hecha por otra persona -Josep Piqué, por ejemplo, sin ir más lejos- no se habría montado la marimorena política que se ha armado.

Se me argüirá, de entrada, que al ex ministro y candidato del PP a la Generalitat de Cataluña no se le ocurriría resucitar el antiguo Reino de Aragón, en versión ampliada, para practicar a través de él un expansionismo pancatalanista.

Ahí está la madre del cordero. Uno, modestamente, cree que la propuesta de Maragall no guarda dentro de sí tantos males como la caja de Pandora. Si la simple idea de una región transfronteriza -de un arco mediterráneo que plantee la solución conjunta a problemas comunes de infraestructura, transporte, comunicaciones, políticas comerciales...-, se hubiese hecho desde la asepsia tecnocrática de un alto funcionario europeo o por un político que no tuviese la imagen particularista de Maragall, el asunto no habría levantado tanta polvareda.

El problema no radica, pues, en el huevo sino en el fuero. Es decir, en quien hace la propuesta y no en su mera formulación. La inclusión en la misma de Aragón y de la región francesa de Midi-Pyrenées, digámoslo ya, aleja cualquier posible veleidad de instaurar a través de ella unos hipotéticos e imposibles Països Catalans bajo tutela del Principado. Exponer este modesto punto de vista me costó en un programa de radio el rechazo de mis contertulios, legítimamente preocupados, más que nada, por lo "anticonstitucional" del proyecto de Maragall. Estoy convencido que, en cambio, no plantean objeción alguna a la Comunidad de Trabajo Galicia-Norte de Portugal, seguramente porque cada dos años la preside por turno rotatorio Manuel Fraga.

Entiendo, siguiendo esta argumentación, que lo peligroso del proyecto transpirenaico para sus numerosos oponentes, tanto en la Comunidad Valenciana como fuera de ella, es la personalidad política de Maragall y su deriva nacionalista respecto al conjunto del PSOE. Eso es verdad en cuanto dentro del PSC-PSOE coexisten desde siempre en un permanente aunque precario equilibrio sus dos "almas": la socialista y la catalanista.

Maragall, como Joan Raventós, Raimon Obiols, Narcís Serra, Lluís Armet y otros dirigentes históricos de su partido, procede de aquellos iniciales grupúsculos de intelectuales catalanistas de izquierda -Front Obrer, Moviment Socialista, PSAN...- que acabaron agrupándose en el PSC, el cual, cuando la transición política del franquismo a la democracia, gozaba de unos "cuadros" extraordinarios, de una gran cabeza política, digámoslo así, pero le faltaba en cambio el músculo electoral, esa amplia base social que le diese los votos que necesita un partido de masas. La primera encuesta, hecha deprisa y corriendo en aquellos momentos de cambio de régimen, evidenció que un PSOE apenas existente, con la mínima presencia de Josep Maria Triginer y pocos militantes más, recibiría todos los votos de la memoria histórica popular y que el PSC se quedaría en cambio para vestir santos. Entonces se hizo la fusión de ambos grupos en el PSC-PSOE, donde los primeros ponían los dirigentes, y los segundos, los electores.

Es en ese contexto de nacionalismo oculto del PSC donde emerge el temor al, en principio, aséptico proyecto de un área económica hispano-francesa que englobase seis regiones y doce millones de ciudadanos. También ese mismo marco actual de reivindicaciones autonomistas exacerbadas, por decirlo finamente -"plan Ibarretxe", reforma estatutaria de Artur Mas, planteamientos catalanistas de Maragall...-, es el que, paradójicamente, ha frenado otras propuestas tan razonables, en cambio, como la modificación de aspectos concretos de nuestro Estatut que llevaba en su programa electoral el presidente Camps.

Por eso, el proyecto de la euro-región de Maragall, por haberlo formulado precisamente él, ha nacido con escándalo, más allá de que sea razonable o no lo que plantea. Con un horizonte constitucional tan complicado como el nuestro y con tantas tensiones centrífugas en nuestro país -por no calificarlas con más crudeza-, el horno no parece estar hoy para bollos, ni para hacer otros experimentos que no sean "con gaseosa", como preconizaba con buen criterio el maestro Eugenio d'Ors.

No resulta extraño, por consiguiente, que contagiado de ese miedo escénico, hasta el vacilante e inseguro Joan Ignasi Pla de siempre se desenganche de una propuesta que ha visto que no le conduce a ninguna parte.

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