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Columna
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De un tríptico a otro

Ignacio Sáez (Bilbao, 1971) presenta un extraordinario tríptico (un acrílico de 244 x 366 centímetros) en la bilbaína galería Catálogo General. No se concibe que su ejecución haya producido en el autor una especial satisfacción. Todo lo contrario. Estamos ante un mundo creativo donde se cruzan vertiginosamente las llameantes y alargadas formas del subconsciente y los no deseados retorcimientos tumultuosos del consciente. La mirada del espectador se ve impelida a traspasar y a adentrarse en un mundo tenebroso y fogueado, con visos saturnales, que se vive en las dos piezas de los extremos. En medio, la figura desnuda del artista parece destinada a atemperar el hervor diabólico de esos extremos, sin conseguirlo del todo, porque acaba por convertirse en una imagen demasiado impositiva, con abultadas deformaciones, que parecen haber brotado de un sectario hereje adamita.

En el aspecto técnico se palpa una muy sugerente y variada factura. Hay pinceladas potentes, pastosas, visibles y agresivas como vómitos horizontales, junto a fases muy sutiles, fragmentos tocados con una alada mano dulce y tierna.

Tres semanas antes de la muestra, el artista se comprometió a enviar otro tríptico de parecidas dimensiones -estaba a falta de rematarlo- para reforzar la exposición. A última hora advirtió a los galeristas de que no le salía, no sabía cómo terminarlo, porque no lo veía claro. A los galeristas no les convenció del todo esa respuesta.

Intrigado por el caso, quise ver esa obra. Fui al estudio del pintor que tiene en Galdakao. Ciertamente, ese tríptico contenía muchas partes de enorme calidad y podía llegar a ser un gran cuadro, pero le faltaba completud.

De vuelta a la exposición, el tríptico de Catálogo General me pareció aún mejor que las tres veces que lo había visto antes. La incompletud del tríptico de Galdakao no hacía sino ratificar y reforzar más si cabe la calidad del expuesto en Bilbao.

Entendí que el artista se diera seriedad a sí mismo. En arte pocas veces se llega ni siquiera a la mitad de lo ideado. Toda obra auténtica es un continuo aplazamiento. Ese estímulo y contraestímulo hierve en la cabeza de este artista. Pocos piensan así. En tanto unos sacan pecho sin pudor alguno en cada una de sus exposiciones, otros -con una mayor calculada dosis de ambición- se convierten en estrategas del marketing de su propia obra. Ignacio Sáez desconoce esas triquiñuelas. Él es un artista de los buenos, y nada más. Posiblemente el artista emergente de este país con más interés, por encima de todos los demás. Su tríptico avala lo que auguramos.

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