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COPAS Y BASTOS
Columna
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Viento en el cajón

Estaba fregando los platos y tenía puesta la radio cuando sonó una canción popular interpretada con pandero y simpatía. Me entraron ganas de sonreír y de ponerme a bailar, pero me contuve, no fueran a creer mis familiares que me había dado un ataque de optimismo. Luego se oyeron los comentarios de las intérpretes, unas mujeres extravertidas que contaron que su disco no podía encontrarse ni en grandes superficies ni en tiendas especializadas, pero sí en comercios regentados por amigos y familiares, entre los cuales una papelería de la calle de Verdi. Se reían, se divertían y no se quejaban ni de la piratería, ni de la falta de subvenciones, ni del cambio climático. A continuación, sonó Els contrabandistes, una canción de abuelos interpretada como si hubiera sido compuesta por los nietos. El grupo se llama Decalaix y su CD se titula Pantone 1505, un color naranja más suave que el de las bombonas de butano. Dos días más tarde, me sorprendí a mí mismo dirigiéndome hasta la papelería de la calle de Verdi, donde, como quien adquiere una secreta y clandestina pócima revitalizadora, compré el CD a cambio de 12 euros. Al regresar a casa, lo escuché y me entraron ganas de comprar cien más y repartirlos entre mis amigos. Entonces caí en la cuenta de que casi no tengo amigos y de que los que tengo son seres afortunadamente torturados y catastrofistas, así que, con su permiso, compartiré mi entusiasmo con ustedes.

La música popular y tradicional lleva años buscándose la vida. Se resucitan patrimonios, desentierran instrumentos y defienden repertorios luchando contra los corsés puristas y la tentación del antropologismo mal entendido. Algunas discográficas apuestan por este mercado y dan a luz etiquetas tan discutibles como "músicas del mundo" o, peor todavía, "música étnica", ese arte y ensayo para melodías que, en lugar de ser reducidas por el elitismo, deberían expandir su tremenda vitalidad. En el caso de Decalaix (www. decalaix.com), el mundo es una botella de anís del Mono raspada con ritmo, acompañada de versos de Carles Fages de Climent marinados con melodías tradicionales (Fages es un hijo de la tramontana, que ya musicó Pi de la Serra y que practicaba el epigrama con una facilidad tan torrencial como su propensión al brindis). Las intérpretes se llaman Gemma Pla (29 años), Lurdes (con u) Rimalló (27 años) y Mireia Mena (31 años), y vienen de Hostalets de Llers, Agullana y Figueres. Se conocieron en el Aula Musical Popular y Tradicional de Figueres, uno de esos puertos que, con más nueces que ruido, contribuyen a mantener una red de adeptos a una misma causa, en este caso un grupo que lleva dos años cantando.

¿Qué sensaciones transmiten? Imaginen a un grupo de humanos en un café lleno de humo, hagan que sople la tramontana tras los cristales, despeinen el paisaje con boinas voladoras identificadas, sirvan varias rondas de ratafía, introduzcan a alguien con el suficiente arrojo para encender la mecha del garrotín o de cualquiera de las fórmulas corales de música participativa (del son a la sevillana, todo consiste en esperar a que amaine el temporal o a que llegue la hora de cierre de los bares) y esperen a que hierva el caldo. Si, por casualidad, hay tres mujeres que afinan, abran la boca, pero no canten: que lo hagan ellas. ¿El repertorio? Decalaix empezó con villancicos y ahora practica una mezcla de composiciones propias, adaptadas o heredadas. La música tradicional es como la agricultura: se hereda la tierra, pero se introducen nuevas formas de cultivo que, con el tiempo, acaban integrándose en el paisaje. Muy cerca de la papelería donde compré Pantone 1505, se respira ese ambiente multirracial tan exprimido por el Fòrum 2004. Bases de música de rituales derviches, instrumentación sefardí, pasos de baile zulúes, balalaicas eslavas o percusiones hindúes, todo lo lejano es filtrado por el amor por lo exótico. En ese contexto de apología del mestizaje instantáneo, suele olvidarse lo cercano. Parece que nos acompleje saber la misma canción que ese pastor de cabras que lleva un móvil en el zurrón (una canción que les suena a los carteros o a los representantes de comercio que matan el tiempo repasando copias de pedidos y que todos conocían pero que, por pudor, no se atrevían a tararear a coro para no ofender al hilo musical). "Ballarem la farandola/ amb una mata d'escarola/ Ballarem la farandola/ amb una mata d'enciam". Y uno, sin saber cómo ni por qué, se reconoce en esa escarola y recuerda cosas que no vivió, lugares que no visitó. Y el que no sabe cantar toca las palmas o cuenta una anécdota o un chiste, como los que aliñan las pausas de este CD. En eso, en heredar sensaciones nunca vividas y sentirlas como propias (a través de la música, de la comida o del paisaje), debe de consistir la tradición.

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