Mujer
Este país de mujeres, ¡qué pocos mitos femeninos acumula! Más allá del simbolismo noucentista -evidentemente cursi- de la Ben Plantada orsiana y de la rotunda personalidad de Rodoreda (por supuesto, criticada por todos sus coetáneos masculinos), nuestra memoria naufraga en un mar de silencio, desmemoria y ausencia. Ahí está, para nuestra vergüenza, ese triángulo de las Bermudas femenino, engullido por el tiempo cual barquito de papel: Maria Aurèlia, Montserrat y Maria Mercè, brillantes, notorias, importantes y, sin embargo, desaparecidas. No sé si somos la medalla de oro de la ingratitud, pero debemos estar en el podio: despreciamos a nuestra gente brillante cuando brilla en el presente. (¿Se odia en algun otro idioma mejor de lo que se odia en catalán?). Los elevamos a una especie de liturgia enfermiza y paranoica el día que mueren, como si fueran lo único de lo poético, de lo narrativo, de lo teatral: poeta nacional... Y al día siguiente, dados los pésames, besados los besamanos, escritos los artículos recordatorios (generalmente, buena excusa de cada cual para hablar de sí mismo gracias al muerto), el nacional de la cosa pasará al único estadio que este país, mediocre, enfermizo y acomplejado, soporta dignamente: el estadio del olvido. Si el nacional enterrado es una mujer, todo será aún más fácil: el ninguneo, el desprecio y el olvido habrán configurado tan íntimamente su vida y su obra, que nadie exigirá en el futuro lo que nunca se dio en el presente.
No tenemos mitos femeninos, no por falta de mujeres, sino porque no hemos tratado bien a nuestras mujeres grandes. A pesar de masticar el tópico recurrente de la Cataluña nórdica, menos machista que los sures del sur, éste ha sido y es un país profundamente machista. Eso sí, carnerianamente machista, entendido Carner como el paradigma de la corrección burguesa. Aquí no tratamos a las mujeres como según dónde, pero si las mujeres con memoria hablaran de su propia memoria... Aquí no las maltratamos, pero a veces dinamitamos la estadística en macabra competición con otros lares. Aquí estamos integradas, pero el presidente de la Generalitat tardó 13 años, uno detrás de otro, en poner en su Gobierno a la primera mujer consejera. Aquí brillamos con luz propia, pero cada mujer brillante es reprimida por su propia luz, haciendo buena la cáustica máxima de Josep Maria Flotats: "¿Has tenido un gran éxito profesional? No lo digas, no lo digas". Aquí respiramos una atmósfera progresista, pero el pensamiento progre relevante continúa escribiéndose en masculino, que para algo el prestigio lleva pene. Y aunque hemos sido pioneras en tener abogadas y juezas de categoría, acumulamos un ranking de sentencias sexistas tan brutalmente obscenas, que son lo mejorcito del humor macabro. También aquí nos hemos abalanzado sobre el mercado laboral, ávidas de estar, de ser, de contar, y también aquí lo pagamos cada día dejándonos la piel: no existe conciliación entre trabajo y familia; no existe corresponsabilidad doméstica; no existe igualdad promocional; por no existir, ni existe la mujer emancipada, tan atrapada en su carrera diaria para alcanzar los tres mil retos obligados que, más que emancipada, es una mujer maratonianamente cansada. Eso sí, disimuladamente cansada, que por algo somos catalanas.
En esta Cataluña año cero que se dibuja, vuelta a empezar de casi todo después de dos décadas de modernidad con polilla, habrá que hacer un hueco para hablar de la mujer. Ya sé que es cansado, cansadísimo, tan cansado que nos tiene muy cansadas. Y ya sé que es repetitivo, de tanto que intentamos que se entienda por repetición. Pero miren ustedes. Las estadísticas sobre el maltrato femenino son un escándalo público de tal magnitud que perfilan, hoy por hoy, el problema sobre la mujer más importante que tenemos como sociedad. Sin embargo, ¿dónde está la prioridad política? ¿Han visto ustedes a un solo consejero o director general o subsecretario del secretario en el entierro de una mujer muerta por maltrato? Si hablamos de presupuestos dedicados a casas de acogida, prevención, ayuda, etcétera, el sonrojo llega al alma, en el hipotético caso de que el poder tuviera alma. Si lo hacemos de justicia, ¡cuánto por desandar, aún, en el pesado camino de la incomprensión, el desamparo y el despropósito! Ahí está, para nuestra humillación, ese último juez, entre tantos, que ni tan sólo recibió a una mujer que había denunciado 13 veces a su maltratador, que la mató a martillazos el otro día. ¿Le pasará algo al buenazo del juez? Si hablamos de la vida, hablemos de qué hacemos con los horarios laborales y la familia, hablemos de preocupación pública cero, hablemos de sobrecarga femenina, hablemos de lo real. La Cataluña que tiene que reinventar sus reglas de juego, quizá para encontrarse consigo misma, la misma Cataluña que tiene que aprender a modernizar sus símbolos, a recuperar su memoria, a reconstruir su autoestima, a superar su mediocridad, esa misma Cataluña que vuelve a tener otra oportunidad histórica -después de perder tantas- también tendrá que aprender a conjugar el verbo amar. Amar significa corresponsabilidad en lo público y lo privado; amar significa prestigio intelectual; amar significa memoria y respeto; amar significa jubilación anticipada y sin premio a todos esos jueces impresentables; amar significa implicarnos en el maltrato, asumir su gravedad, reberlarnos contra la impunidad. Amar significa amar a sus mujeres. Y amarlas significa amarse.
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