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Tormenta sobre la fiscalía

Los recientes ceses y nombramientos de varios fiscales acordados por el Gobierno en aplicación -se argumenta- del nuevo Estatuto del Ministerio Fiscal, que limita la duración del mandato de los fiscales jefe o asimilados al plazo de cinco años, han generado polémica sobre su verdadera motivación, calificada por algunos de auténtica depuración ideológica.

Esos cambios, pactados o traumáticos, han puesto nuevamente sobre el tapete la conflictiva cuestión de las relaciones entre el Gobierno y la fiscalía.

Las opiniones están divididas. Unos sostienen que el nombramiento de los fiscales jefe o asimilados, al igual que su cese, es una decisión política. Se trata, dicen, de cargos de confianza del Gobierno al ser los ejecutores de su política criminal y deben ser ocupados por personas identificadas con la misma, especialmente, cuando se trate de determinadas y especiales fiscalías.

Tensiones entre el Gobierno y la Fiscalía. ¿Hasta dónde puede y debe llegar la autonomía de ésta?

En apoyo de su postura, buscan -y hallan- varios sistemas de países de nuestro entorno en los que la identificación o proximidad de la fiscalía con el poder ejecutivo está todavía más presente que en el caso español.

Otros, sin embargo, mantienen que los fiscales siempre -y es cierto- han dispuesto de un estatuto que les ha dotado de una mayor autonomía de funcionamiento que al resto de los servidores públicos de rango equivalente y que, en cierta manera, les ha aproximado al de los jueces, con los que, en aspectos importantes, están equiparados.

La polémica y el enfrentamiento están servidos. Lo peor, como siempre, es el mensaje de crisis que se transmite a la ciudadanía, con el consiguiente aumento del escepticismo en relación con un sistema que, precisamente, necesita para su existencia la confianza de los ciudadanos.

El modo de ejercicio de sus facultades por parte del Gobierno puede ser considerado una manifestación más de la democracia autoritaria que paulatinamente se va instalando en la presente realidad política.

Hay, no obstante, algunos aspectos que no se prestan a mayor discusión. Los fiscales no han sido, ni son ni conviene que sean, únicamente, unos subordinados del Ministerio de Justicia; aunque, paralelamente, se reconoce que las facultades de ese centro político administrativo sobre la fiscalía han de ser importantes al constituir uno de los pilares de su política criminal, de la que responde ante las Cortes y la opinión pública, responsabilidad que no asume la fiscalía, y la responsabilidad lleva aparejada la dirección del servicio.

¿Cómo compatibilizar esos aspectos? Entendemos que reformando una situación que se ha demostrado insatisfactoria.

Como primer paso, es necesario conocer el fundamento de esas decisiones con el objetivo de que no quede en una penumbra propiciadora de toda clase de interrogantes. ¿Han sido motivos políticos? Puede, aunque sobre personas de semejante ideología han recaído decisiones de signo contrario. ¿Razones profesionales? No parece, al haberse mantenido, de hecho, a una persona sancionada en vía disciplinaria por infracción grave, mientras que otra de reconocida profesionalidad ha sido apartada. No se diga, tampoco, que todo es consecuencia de la nueva ley. Su aplicación demuestra lo contrario, al haberse ratificado a varios fiscales que ya habían agotado el tiempo señalado por la ley.

El sistema actual aparenta adolecer, en demasía, de secretismo, de corporativismo, de filias y fobias ideológicas o personales, de asociacionismo y hasta de cooptación (cuya total erradicación, a buen seguro, resulta imposible), cuando deberían primar la capacidad, la competencia y el prestigio profesional.

Urge, por tanto, introducir factores que remedien o atenúen, para el futuro, la presente situación.

En un Estado democrático, el camino natural para cualquier tipo de cambio pasa por un incremento de la publicidad, la participación y la transparencia en el funcionamiento del sistema afectado. En este caso, el del nombramiento y cese de los fiscales jefe.

La publicidad, la participación y la transparencia añaden legitimación a los procesos de selección y de cese de autoridades y funcionarios públicos con la finalidad de informar a la opinión pública y conceder la oportunidad a los optantes, en igualdad de condiciones, de exponer sus capacidades y méritos para su adecuada valoración. Especialmente, si se trata de altos cargos de la fiscalía, cuya única política ha de ser la de interesar la aplicación de la ley con criterios de legalidad e imparcialidad, aunque también, y cada día más, de oportunidad reglada y de rentabilidad procesal.

Es probable que la fiscalía precise importantes reformas. Mientras no maduren, se considera conveniente, en este periodo de espera y como preparación de un futuro próximo, la introducción de una gama de cambios tendentes a la potenciación de un sistema de nombramiento y cese de fiscales jefe o asimilados -que no sería inoportuno extender a los niveles correspondientes de la carrera judicial pública- participado, transparente y contradictorio ante una comisión mixta, en sede parlamentaria, a la cual se le encomendaría la emisión de un dictamen sobre los candidatos adoptado por mayoría cualificada que, aunque no vinculante, estaría dotado de prestigio y autoridad y cuya no aceptación el Gobierno debería explicar de forma suficiente con asunción de los correspondientes costes.

Todo ello redundaría, en la medida de lo posible, en beneficio de los afectados y, especialmente, de una opinión pública mejor informada y, por tanto, más preparada para hacer frente a rumores y especulaciones que a todos perjudican.

Los problemas, en ocasiones, se solucionan o arreglan con reformas modestas. Experimentarlas no parece ofrecer mayores inconvenientes.

Ángel García Fontanet es presidente de la Fundación Pi i Sunyer.

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