Un mundo imborrable
OCURRIÓ HACE 28 años, en 1975, aún en plena agonía de la dictadura, que, como Franco, se hacía jirones antes de desaparecer. Un grupo de jóvenes entusiastas trabajábamos entonces en la galería Multitud, de Madrid, dispuestos a recuperar la todavía censurada memoria de la vanguardia española anterior a la Guerra Civil. En ese año de 1975 nos hallábamos involucrados en el proyecto concreto de una exposición que se tituló Surrealismo en España, en la que, entre otros muchos descubrimientos, hubo uno que nos sacudió especialmente a los organizadores tanto como al público que visitó la muestra: el del cuadro titulado Un mundo, fechado en 1929, de una pintora llamada Ángeles Santos, de la que apenas sabíamos casi nada, salvo que había nacido en la localidad gerundense de Port Bou en 1911, lo que aumentó nuestra estupefacción porque ello demostraba que el más que sorprendente cuadro había sido ejecutado por una joven de ¡18 años! ¿Cómo era posible que una casi adolescente pintara una obra tan insólita y turbadora en Valladolid y adelantándose a lo que todavía no había hecho el surrealismo de los años treinta? ¿Se trataba de una estrella fugaz, de fulgor casual? ¿Una extraña criatura del estilo de Rimbaud, Vaché, Lautréamont, Radiguet...; de cualquiera de esas modernas criaturas que dan casi todo de sí, sin dejar el preámbulo terrible de la edad núbil, como si les repugnase vivir la vida en vez de soñarla?
Ulteriores averiguaciones nos revelaron, por de pronto, que Un mundo había producido el mismo asombro cuando, por primera vez, fue exhibido en Madrid en el XI Salón de Otoño de 1929, provocando que el mismo Ramón Gómez de la Serna viajara a Valladolid sólo para conocer quién era la autora. De inmediato, Ángeles Santos se convirtió en la referencia obligada de quienes entonces, literatos y artistas, estaban embarcados en la aventura vanguardista española, si bien la joven prodigio seguía, como si nada, la ruta familiar de un padre funcionario. En cualquier caso, siguió pintando, con algún intervalo, durante todo el breve periodo de la Segunda República, y, cada vez, componiendo cuadros de la misma insólita potencia y originalidad.
A partir de 1930, dando, eso sí, un giro hacia un estilo más monumental y escultórico, pero, aún si cabe, más intenso, inquietante y, en la medida de su mayor realismo, también más amenazador. A comienzos de 1936, Ángeles Santos se casó con el pintor Grau Sala, con quien habría de tener un hijo también pintor, Julián Grau Santos. Luego, la Guerra Civil, y, después, la nada. ¿La nada? No hay que confundir la nada con el silencio. Ángeles Santos siguió viviendo y, visto o no visto, cuando quiso y pudo, hasta pintando, aunque casi siempre al resguardo de la mirada pública. De todas formas, ningún silencio puede imponerse sobre ese fascinante grito pictórico de una estremecedora artista, al que una docena de cuadros, entre los 18 y los 25 años, le han bastado para hacer historia, imponiéndose a las manipuladas supercherías de la crónica gastada de ésta.
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