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Columna
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¿Qué ha ido mal en Oriente Próximo?

Se han cumplido diez años de la firma de los pactos de Oslo, por los que Israel y la OLP se reconocían mutuamente y acordaban el establecimiento de una autonomía palestina en los territorios ocupados de Cisjordania y Gaza. Hoy, el llamado proceso de paz, mudado en Hoja de Ruta, es una ruina. ¿Por qué? El nombre más adecuado de lo que el 13 de septiembre de 1993, estipularon el líder palestino Yasir Arafat y el primer ministro israelí, Isaac Rabin, habría sido, sin embargo, el de un engranaje, que ha ido desarrollándose fatídicamente hasta el presente. Éstos son sus rasgos esenciales.

1. Un acuerdo de geometría variable. Cuánto autogobierno cupiera en esa autonomía era un misterio que sólo la realidad podía aclarar, pero tampoco estaba especificada la extensión del territorio bajo ese régimen, aunque, según la resolución 242 de la ONU, debería ser la totalidad de lo conquistado por Israel en la guerra de 1967; ni, de igual forma, si esa autonomía llegaría o no un día a convertirse en un Estado independiente. Los palestinos, por tanto, deponían las armas no se sabe a cambio de qué, en un acuerdo en el que una de las partes cedía lo que quería, cuando quería y como quería.

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2. Un acuerdo que lo dejaba todo para después. Sobre la hipótesis de que la misma práctica autonómica generaría una buena voluntad que allanara la negociación, se dejaron las cuestiones de fondo para una fase ulterior de conversaciones. Así quedaba por discutir esa forma política final de la autonomía; el destino de Jerusalén, de la que los palestinos reclamaban la parte árabe como capital de su Estado, con inclusión de los Santos Lugares de las tres grandes religiones monoteístas; y la suerte de unos cuatro millones de refugiados, consecuencia de las guerras de 1948 y 1967, cuyo derecho al regreso -al Israel actual- o a algún tipo de compensación económica, había sido establecido por la resolución 191 de la ONU.

3. Un acuerdo con garantía de autodestrucción. Mientras se secaba la tinta de Washington, durante todo el mandato que le quedaba al laborista Rabin, hasta que le asesinó un ultra judío el 4 de noviembre de 1995, y en la gobernación de sus sucesores, el también laborista Simón Peres, el derechista Benjamín Netanyahu, de nuevo la izquierda con Ehud Barak, y, hasta el día de hoy, con la superderecha de Ariel Sharon, Israel no ha dejado de fundar asentamientos en Cisjordania, Gaza y Jerusalén-Este; no ha dejado de acumular colonos en los mismos territorios en los que, en diminutos parches, se instaló en 1995 una apenas nominal autonomía palestina.

4. Un acuerdo que era un engranaje fatídico. En una situación en la que la retirada israelí procedía con cuentagotas; se negaba a los palestinos la capitalidad de Jerusalén Este; no se quería ni hablar de los refugiados; se llenaba la tierra de colonos judíos; y, de remate, el Gobierno de Arafat chapoteaba en la corrupción y el nepotismo, estallaba en septiembre de 2000 la Intifada de las Mezquitas. El engranaje se disparaba.

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En versión palestina, la secuencia de acontecimientos era la de colonización sionista-terrorismo árabe-represión israelí, y en versión judía, sólo terror palestino-acción militar israelí; para subrayar que la represión era un derivado de la acción antiterrorista, como Estados Unidos en Afganistán o Irak. Más aún, la justificación de fondo de la derecha israelí para hacer sólo concesiones microscópicas en la negociación, es la de que el terrorismo nace del rechazo árabe a la misma idea de un Estado judío, cualquiera que sea su dimensión, así como que el jefe de esa operación de exterminio es Yasir Arafat.

Estamos, hoy, por ello, todavía en septiembre de 1993, sólo que con mucha más sangre derramada. Sharon pide como condición para negociar que la Autoridad Palestina declare la guerra -civil- a las células terroristas, sin ofrecer, a cambio, más de lo que ya se barajaba en Oslo: la formación de alguna entidad política, en algún territorio por delimitar, sin ninguna capital histórica, sin compensación a los refugiados, y fundando sin cesar colonias, sobre todo en Cisjordania.

Los ultras israelíes quizá tienen razón y ya es demasiado tarde para que recíprocos torrentes de odio hagan posible un pacto que se ajuste, básicamente, a las resoluciones de la ONU: evacuación de las conquistas de 1967; alguna repatriación de refugiados y para el resto, compensación económica. Pero la secuencia es nítida: la ocupación precede al terrorismo.

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