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DESDE MI SILLÍN | VUELTA 2003 | Undécima etapa
Columna
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El campo de girasoles

Los girasoles estaban tristes. Secos y mustios, volvían la vista al sol, y miraban lánguidos a la misma tierra en la que hundían sus tallos. Sus cuellos, débiles y cansados, caían con pereza, derrotados por un peso superior a sus propias fuerzas. A su lado, en la carretera, los corredores pasaban veloces en sus bicicletas camino de un lugar que sólo ellos conocían. Quizá un día, sí, quizá en su plenitud, los girasoles pudieron llegar a entender algo. Quién sabe, quizás ayer mismo mientras pasábamos eran conscientes de todo, pero su gesto de indeferencia no era muy significativo. También es verdad que los corredores solíamos reparar bien poco en ellos, así que quizá también esa falta de atención era algo premeditado. Tantos y tantos que van para aquí y allí. En moto, en coche, en tractor o camión, en bicicleta, andando o incluso en burro. Y ni nos miran, no desvían ni siquiera un segundo su atención para admirar nuestro porte. Y así era, no les faltaba razón. Los ciclistas, nerviosos y tensos, se acercaban al final de su etapa, y comenzaban a aligerar sus bolsillos de cara a la última ascensión. Fue así como al paso por el pequeño campo de girasoles, uno de aquellos corredores arrojo con desprecio aquel bidón con el que acababa de llenar de agua su estómago, mientras otro hacía lo propio con una barrita energética que ya no necesitaba. Y quiso la mala suerte que aquel bidón fuese a dar con fuerza encima de uno de aquellos tristes girasoles; pudiera ser incluso que lo hiciera en uno de los más debiles. Este se balanceó y mientras caía maldijo a los ciclistas, a la Vuelta, y el desconocido que había sido su verdugo. Pero no todos fuimos ajenos a la tragedia. Quizá nadie más en el grupo lo presenció, pero yo fui testigo involuntario de la catástrofe, y aún guardo en mi memoria la última imagen de aquel pobre girasol cayendo derrotado.

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