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¿Así se hace oposición?

Francesc de Carreras

Todos los indicios apuntan a que en Cataluña se ha entrado anticipadamente en la recta final de una larga campaña electoral. Sin embargo, los temas de debate entre partidos se limitan a pequeñas escaramuzas ocasionales de tono menor o a simples políticas más virtuales que reales.

Entre estas segundas, sigue destacando como tema estrella la reforma del estatuto. Hace unos días, Joan Tapia reunió en BTV a los representantes de todos los partidos parlamentarios para que expusieran las razones de tal necesidad. Los argumentos más utilizados para justificar la necesidad de una reforma fueron dos: primero, que el estatuto tiene una antigüedad de cerca de 25 años y muchas cosas han cambiado en este periodo; segundo, que con el actual estatuto la Generalitat no puede ejercer con la debida eficacia sus competencias. Ambos argumentos sólo sirven, a mi parecer, para justificar las orientación conservadora de los distintos gobiernos de Pujol a lo largo de 23 años. Y ello es un grave error táctico y estratégico de los partidos de la izquierda.

Obviamente, tanto la Constitución como el estatuto son normas que pueden ser modificadas: para ello contienen preceptos que regulan sus respectivos procedimientos de reforma. Ahora bien, por definición, precisamente porque su finalidad es regular los principios y las instituciones básicas del Estado y de la comunidad autónoma, son normas con vocación de estabilidad. Por esta razón, su procedimiento de reforma es mucho más dificultoso y complejo que el de las leyes que las desarrollan. Una buena Constitución y un buen estatuto no son aquellos que regulan con detalle una multiplicidad de materias, sino aquellos que regulan un núcleo básico de principios y reglas sobre las cuales se establece un amplio y difícil consenso con el fin de que el legislador ordinario las desarrolle, pero no las modifique. Tanto Constitución como estatuto deben estar compuestos, por tanto, de preceptos breves y sustanciales.

Sentada esta premisa, a una buena Constitución y un buen estatuto no le deben afectar mucho los cambios sociales. La adaptación a estos cambios la efectuarán las leyes y las políticas públicas que desarrollen los sucesivos parlamentos y gobiernos: la izquierda le dará un enfoque determinado y la derecha otro distinto. Una Constitución y un estatuto son normas técnicamente bien hechas si admiten que unos y otros gobiernen sin necesidad de modificación alguna. Que en 1979 no existiera todavía Internet ni España formara parte de la Unión Europea o la inmigración extranjera no tuviera la intensidad que tiene hoy en día no son motivos, en sí mismos, para modificar nuestro estatuto. En definitiva, las normas fundamentales de un ordenamineto -como son la Constitución y los estatutos- deben dejar un amplio margen de regulación al legislador.

Pero, además, no es exacto decir que el estatuto no se ha transformado desde 1979. Ciertamente, no han cambiado los preceptos del estatuto, pero sí las normas que contiene. En la teoría jurídica es fundamental la distinción entre precepto y norma. El precepto está compuesto de palabras ordenadas gramaticalmente; la norma es el precepto interpretado. Aquello que se aplica -es decir, aquello que tiene eficacia jurídica- no son los preceptos, sino las normas. Toda aplicación de un precepto requiere su previa interpretación. El estatuto como conjunto de preceptos no ha cambiado, pero el estatuto como norma jurídica se ha transformado profundamente durante casi 25 años de interpretación jurídica. Es perfectamente legítimo y muy frecuente no estar de acuerdo con el significado que se le ha dado al estatuto como norma, pero incluso para cambiar sus preceptos no se podrá prescindir de la interpretación que, conforme a la Constitución, se ha hecho de ellos.

Pero, en segundo lugar, tampoco es cierto que con el actual estatuto no se puedan ejercer plenamente las competencias que la Generalitat tiene asignadas. La Generalitat tiene un grueso de competencias -es decir, una capacidad de poder- muy importante. Pensemos sólo que su Administración tiene más de 130.000 funcionarios o asimilados y su presupuesto es de 17.000 millones de euros (cerca de tres billones de pesetas). A todo ello deben añadírsele 25 entidades autónomas, 47 empresas públicas, el Servicio Catalán de la Salud, dos entidades gestoras de la Seguridad Social y la Corporación Catalana de Radiotelevisión, de la que dependen siete sociedades. Es decir, estamos frente a un pequeño monstruo burocrático.

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Por tanto, tiene mucho poder político. El problema está en cómo lo ejerce. Por ejemplo, para poner un caso actual, el poco rigor -si no se trata de cosas peores- en la inspección que tiene competencialmente asignada ha ocasionado el actual escándalo del grupo Eurobank: la ineptitud de la Generalitat ha perjudicado gravemente al patrimonio de pequeños ahorradores, sin aparecer por el momento responsable alguno. Más ejemplos. En políticas de protección social, la Generalitat gasta 2,4 puntos menos del PIB que la media española. En el periodo 1995-2000, la Generalitat ha dedicado a educación un promedio de 815 dólares por habitante y en el resto de España el promedio es de 927 dólares. Las subvenciones de los centros privados de enseñanza primaria y secundaria representan el 24,30% del total del gasto público, mientras que en el resto de España el promedio es del 15,15%. En programas de rentas mínimas de inserción, los beneficiarios recibieron una prestación básica de 33.000 pesetas en 1990, que en 1999 había disminuido a 30.774. Y así podríamos seguir.

En el ejercicio de sus competencias de bienestar social, Cataluña se ha ido situando en la cola de todas las comunidades autónomas. Pero ello no aparece casi en el debate público entre partidos. Y se disculpa al Gobierno de la Generalitat atribuyendo la culpa al estatuto.

Desde luego, así no se hace oposición.

Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.

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