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Columna
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El escritor

Comienza de nuevo el curso, vuelvo a encontrarme con muchos de esos rostros que el verano había retirado de mi catálogo de saludos y preocupaciones, inicio de nuevo la rutina de un profesor de Secundaria en una población rural de la periferia de la provincia de Huelva, vuelvo a traer a Platón, Descartes y otros cadáveres borrosos a la presencia de estos jóvenes que, como es natural en todos los jóvenes, prefieren entes con más carne y más hueso y para los que la metafísica resulta tan próxima y accesible como el idioma maorí. Algunos de ellos, viejos conocidos de cursos anteriores, saben ya que yo escribo libros en mis ratos desocupados, cuando no exploro con ellos los lados cóncavos de las palabras, y me preguntan por mis novelas, por mis futuros proyectos, por si existe alguna idea que, como un tábano, me rodee la cabeza aspirando a convertirse en papel. Otros, nuevos, descubren de repente que yo soy escritor, sin que sus estómagos puedan digerir del todo un sustantivo tan pesado y lleno de condimentos, en todo caso descubren que escribo libros, es decir, que algunos de esos objetos misteriosos que flotan en las bibliotecas y les hacen las tardes imposibles durante la primavera no figuraban en ninguna parte antes de que mi mano cometiera una travesura, y de repente, como los libros, también yo resulto extraño, maravilloso, polvoriento, algo triste. Para muchos de mis alumnos, la revelación de que llevo una doble vida los retrotrae a la edad de las hadas y las manzanas ponzoñosas: yo soy la demostración de que los seres mitológicos existen, de que los fantasmas todavía pueden velar junto a los caminos, de que no todas las criaturas constan de esqueleto, carne y vísceras y son admisibles mestizajes entre la sangre y el aire.

Suelen ser gentes que han visto pocos libros en su vida, que asocian ese objeto relleno de papel a una autoridad incontestable, a una jaqueca sin filos ni bordes, a un puesto alto y lejano del que muchas gradas nos separan. Para que un escritor deje de ser un mamífero exótico en la vida de la gente bastaría con que en todas las casas hubiera libros, me decía yo, a la vez que aquellos adolescentes con los que compartía lecciones me observaban con curiosidad zoológica y cotejaban mis rasgos con los de la fotografía que ilustraba una de mis novelas. He sabido que El Correo de Andalucía, junto con el Odiel y otros periódicos, además de éste en que escribo, se ha lanzado a una campaña masiva de reparto de libros, a precios irrisorios, clásicos de esta lengua y de otras, de cualquier lengua, que distribuyen junto a la edición diaria. Sería estupendo que de ese modo los libros, como una hermosa infección, se introdujeran en rincones del cuerpo y del alma hasta los que de momento no habían podido acceder, y ocuparan estanterías donde el polvo, a día de hoy, comparte soberanía con los ceniceros y los lebreles de porcelana. El mayor acontecimiento de este inicio de curso me parece casi un augurio, y es la posibilidad de tener libros a la mano, en el mismo quiosco, por el precio adicional de lo que cuesta un bocadillo; familiarizarse con sus formas, con su tamaño, que es el de los espejos y las cajas de herramientas. Y tal vez en el futuro el escritor, ese animal extravagante, nos despierte otra sensación más estimulante que un lánguido derrumbe de párpados y el deseo de mirar hacia otra parte. Sólo tal vez.

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