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Columna
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El ojo de la serpiente

Rafael Argullol

Aunque cada vez sea más difícil recibir noticias sorprendentes, hace unos días pudimos leer en los periódicos la sorprendente noticia de que el Alto Mando de las Fuerzas Especiales de EE UU había organizado una extraña velada cinematográfica durante la cual se proyectó La batalla de Argel, la película realizada por el director italiano Gillo Pontecorvo en 1965 sobre la guerra de independencia de Argelia contra Francia. No tiene, desde luego, nada de asombroso que los militares norteamericanos se eduquen mediante el cine bélico, también norteamericano, y de hecho la ósmosis es tan fluida que a veces resulta difícil establecer dónde acaban las imágenes cinematográficas y empiezan las castrenses, y viceversa. En la actual guerra de Irak los soldados estadounidenses han invocado con frecuencia a sus héroes cinematográficos e incluso han hecho alguna que otra escenificación de sus hazañas.

En la batalla de Bagdad todo parece fragmentado, un espejo roto en el que se reflejan hombres armados, creencias mortales y víctimas mutiladas

Lo inhabitual es el recurso a una película ajena a la industria norteamericana y, lo que todavía es más significativo, a la escala norteamericana. Hubiera sido curioso observar las reacciones de los jefes de los Rangers, los Boinas Verdes o la Delta Force ante unas secuencias, las de la película de Pontecorvo, que muestran la guerra a ras de tierra, en el asfalto, con la rabia y la violencia deambulando por el laberinto de la Casbah argelina y el sufrimiento agazapado en cada milímetro de piel. Evidentemente, no tengo ni idea de cuáles fueron sus reacciones, pero apuesto por el desconcierto y la incredulidad.

Es una cuestión de escala. Desde hace muchos años las imágenes de guerra preponderantes son a vuelo de pájaro, o más precisamente de águila. El águila sobrevuela el paisaje, ataca y se hace con la presa. El dominio de las alturas exime del matiz terrestre. Mientras el águila no se vea obligada a descender al territorio de la serpiente no tendrá el menor problema, sobre todo si es un águila de acero que vomita fuego con la precisión de un ojo casi sobrenatural.

Sospecho, sin embargo, que el Pentágono ha echado mano de una película extranjera y desconocida como La batalla de Argel porque tiene la certidumbre secreta de que el águila, descendida a tierra, va errando desorientada por la región de la serpiente. Temen que, para los norteamericanos, Bagdad ya sea Argel -el Argel mostrado por Pontecorvo- y no tienen material fílmico para educarse en esta dirección.

Desde la mirada del águila, la violencia es supuestamente limpia. En el reptar de la serpiente todo es confuso e inquietante. Escondidos tras las piedras hay mil cubiles y de cualquiera de ellos puede surgir la mordedura venenosa. Se ha reprochado a los dirigentes norteamericanos la improvisada ocupación de un país del que lo desconocen todo, a excepción de las toneladas de crudo que podían producirse actualmente. Se ha dicho, incluso, que eran pésimos imperialistas puesto que no disponían de buenos burócratas capaces de administrar y de buenos especialistas capaces de comprender, y en consecuencia han ocupado un país del que ignoran lengua, historia, costumbres y creencias religiosas.

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Todo eso es cierto. Pero además, habitualmente instalados en la cómoda heroicidad del águila, los militares norteamericanos tenían aversión a la posibilidad de quedar atrapados en el dédalo urbano de grandes ciudades. Ahora lo están. Los maravillosos y siniestros aviones de moda sirven cuando la hostilidad se desparrama por cada esquina, en cada rincón.

Entonces, es verdad, y ahí encontraríamos la explicación a la peculiar velada cinematográfica del Pentágono, estalla el horizonte de La batalla de Argel, aunque con un laberinto todavía más intrincado e intrigante, puesto que en el conflicto que reproduce la película los bandos están bien dibujados, mientras que en el de la batalla de Bagdad todo parece infinitamente fragmentado, un espejo roto en el que se reflejan hombres armados, creencias mortales y víctimas mutiladas, sin que, finalmente, nadie parezca en condiciones de insinuar qué se espera de tanta muerte y cuál es el próximo paso. La serpiente es sigilosa, pero su furia lo arrastra todo, a los peores y a los mejores (conocí hace unos años a Sergio Vieira de Mello en Río de Janeiro: era un enamorado de la paz perpetua kantiana, un hombre demasiado elegante para los poderosos actuales y demasiado justo para sobrevivir).

Lástima que a la sesión cinematográfica, además de los jefes de las Fuerzas Especiales, no fueran también George W. Bush, Donald Rumsfeld, Condoleezza Rice y todos los que deberían saber -ya lo saben- que en el territorio de la serpiente no sólo se mata en cualquier recodo del camino, sino que se detiene arbitrariamente y se tortura con impunidad. En La batalla de Argel los desesperados se masacran en las calles mientras el horror físico y moral se apodera de los sótanos de la conciencia. Esta es la única guerra real.

La limpieza que capta la mirada del águila es siempre falsa. Sólo el ojo de la serpiente retiene la verdad de la guerra.

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