El 'efecto Rajoy'
La intensa temporada electoral que ahora comienza plantea una inquietante cuestión: ¿hay que creer en las encuestas? Y, en contra de lo que los racionalistas y escépticos puedan pensar, hay que contestar, inmediatamente, que sí, que lo de las encuestas es una cuestión de fe, un verdadero hecho religioso: o crees o no crees. O tienes la gracia o no la tienes. Doctrina más clásica y celtibérica, imposible.
No hay otra explicación posible tras el misterio del efecto Rajoy, un hecho sociológico según el cual un señor medianamente conocido, sin connotaciones excesivamente buenas o malas, y sin otro mérito que haber sido designado -ojo, no elegido- como candidato al poder por parte del poder se convierte en la estrella de las encuestas. De estar entre el anodino montón de ministros clónicos, Rajoy, el sucesor -esa cualidad rancia de antiguos regímenes que ha resucitado entre nosotros no sólo gracias al aznarismo, sino al catalanísimo pujolismo- ha pasado en un decir amén a ser tan popular como, pongamos por caso, Isabel Pantoja. Y, esto es lo mejor, su cotización y su valoración política han subido como la espuma en las encuestas. ¿Un misterio?
Obsérvese que este efecto sucede no tanto por los méritos propios -que sin duda, aunque ignotos, existirán, todo el mundo los tiene- como por haber sido distinguido por el espíritu y el dedo del poder. ¡Ah, qué magnífico instinto el de los españolitos! ¡Cómo se huele en la distancia el perfume encantador del mando en plaza! ¿Está, pues, escarmentado este pueblo por no haberse colocado en el lugar oportuno en el momento adecuado, o es todo lo contrario? ¡Con qué rapidez de perro de Pavlov han aprendido lo políticamente correcto las clases medias, que son las que contestan las encuestas!
"Ahora toca Rajoy", es la conclusión inmediata del españolito que se sabe obligado por las circunstancias a estar al día para no perder ese instinto de supervivencia que lleva a evitar zonas peligrosas. José María Aznar ha jugado a fondo con ese instinto: el efecto Rajoy es testimonio de una antropolgía oculta sobre el cuerpo electoral español, cuyo conocimiento hoy resulta imprescindible para hacer política. Lo dice Blas, punto redondo, se decía antes. Y es muy curioso que ese efecto Rajoy sea mucho más eficaz, aun habiendo seguido un método similar, que el inexistente efecto Mas, cada uno en su ámbito correspondiente.
¿Por qué Rajoy sí y Mas no? ¿Por qué un sucesor sube como la espuma y el otro, con méritos comparables, simplemente se mantiene? ¿Será que el elector es capaz de distinguir cómo uno u otro van a influir en su propia vida y se tiene muy claro, incluso en Cataluña, que Madrid siempre será, ay, Madrid? Acaso la comparación habría que hacerla, entre nosotros, entre Rajoy y Piqué; pero sería una comparación mucho más odiosa, naturalmente, y menos precisa.
El mito del efecto Rajoy está ya en marcha. El sucesor, para mayor regocijo, no parece una criatura como la de Frankenstein, sino todo lo contrario. Ya se habla de su estilo simpático, dialogante, moderado y razonable; lo cual por ahora es una conjetura que señala cómo su antecesor no se distinguió precisamente por este tipo de virtudes. ¿Será, pues, el efecto Rajoy una velada censura al agrio estilo de Aznar o, acaso, otro espejismo producto de la fe y la religión encuestadora? ¿No fue Aznar tan popular como para lograr una mayoría absoluta sin dejar de reñirnos a todos? El efecto Rajoy es pura paradoja y un retrato inclemente de eso que llamamos opinión pública española, un fenómeno frívolo hasta morir, manipulable como la mantequilla. Hasta el punto de que las elecciones ya se ven como si fueran Operación triunfo. Y no es broma. Observen.
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