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Columna
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Secretos y mentiras

"Cuando se desencadena una guerra, lo que importa no es tener la razón sino conseguir la victoria: al vencedor no se le preguntará después si dijo la verdad o no". La cita suena pavorosa pero la fuente resulta aún más espeluznante: son palabras dirigidas por Hitler el 22 de agosto de 1939 en su refugio de Berchtesgaden a los altos mandos de la Wehrmacht para anunciarles la inmediata invasión de Polonia. "Cerrad el corazón a la piedad. Actuad brutalmente. El más fuerte tiene razón". Ian Kershaw documenta la referencia en su soberbia biografía sobre el Führer (Hitler, Península, 2000, volumen 2, pág. 191) y describe las provocaciones fronterizas montadas por los nazis para simular que la agresión contra Polonia no era sino una guerra defensiva. La víspera del ataque de la Wehrmacht, un comando de miembros de las SS disfrazados de soldados polacos asaltó una estación de radio en Gleiwitz (Alta Silesia); Reynard Heydrich ideó la treta de llevar al escenario del crimen cadáveres de prisioneros de campos de concentración vestidos con uniformes polacos.

La incapacidad de las fuerzas ocupantes de Irak para descubrir los supuestos arsenales de armas de destrucción masiva en manos de Sadam Husein y para probar sus conexiones con Al Qaeda y otras organizaciones terroristas como eventuales receptoras de esos letales ingenios hace temer que no sólo los regímenes totalitarios sino también los sistemas democráticos pueden utilizar la mentira para justificar guerras de agresión en la seguridad de que una posterior victoria les servirá para convalidar retrospectivamente los embustes. Afortunadamente aquí termina ese desagradable paralelismo: las democracias disponen de los mecanismos adecuados para que los gobernantes responsables de traicionar con sus engaños la confianza de los ciudadanos rindan cuentas por su trapacera conducta. Los movimientos de la opinión pública no sólo británica -sacudida por el dramático caso Kelly- sino también estadounidense transmiten la creciente sospecha de que los motivos dados por el presidente Bush y el premier Blair para invadir Irak -sin aguardar a que los inspectores de Naciones Unidas terminaran su trabajo en busca de las armas de destrucción masiva- fueron meros pretextos.

El papel de comparsa desempeñado por Aznar en el conflicto de Irak no le quita ni un adarme de responsabilidad ante los ciudadanos españoles; aunque su presencia en la cumbre de las Azores de 16 de marzo sólo sirviera de subalterno acompañamiento coreográfico a Bush y Blair, el presidente del Gobierno participó formalmente en el doble ultimátum lanzado contra Sadam Husein y el Consejo de Seguridad que precedió a una invasión de Irak llevada a cabo bajo falsas excusas. ¿Hasta qué punto Aznar compartió el secreto de las mentiras en torno a los arsenales de armas de destrucción masiva -operativos en 45 minutos- y a los contactos de Sadam Husein con organizaciones terroristas? ¿Fue un cínico cómplice del presidente de Estados Unidos y del primer ministro del Reino Unido o se dejó engañar como un pobre pardillo?

Las filtraciones sobre la intervención a puerta cerrada del director del Centro de Nacional de Inteligencia (CNI) en la Comisión de Fondos Reservados vendrían a confirmar que Aznar no fue un cateto isidril deslumbrado por la labia de unos profesionales del timo de la estampita sino un perista deseoso de comprar mercancía averiada. Es cierto que las informaciones sobre las sesiones secretas deben ser recibidas a beneficio de inventario; en este caso, sin embargo, las filtraciones llueven sobre mojado: se necesitaría demasiada imaginación para inventar que el CNI envió al presidente del Gobierno a comienzos de febrero tres notas reservadas haciendo constar la ausencia de pruebas sobre la existencia de armas de destrucción masiva en Irak y de contactos entre Sadam Husein y Al Qaeda. Aznar ha ruborizado a sus compatriotas desde Córcega al afirmar que disponía de fuentes de información mejores que los servicios de inteligencia españoles: "los diarios internacionales más prestigiosos". En cualquier caso, el presidente del Gobierno debería imitar el ejemplo de respeto hacia las instituciones representativas de Bush y Blair -en vez de secundar sus mentiras-y comparecer ante el Congreso: aunque fuese sólo para repetir esa sandez.

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