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Columna
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Verdad

Dijo Michel Foucault que cada sociedad tiene su "régimen de verdad". Apuntaba el filósofo francés, en su radical crítica de las instituciones y las normas, a los mecanismos del conocimiento y del poder. En un sentido muy obvio, pero fundamental, la "política general de la verdad" cruje en nuestro país y establece diferencias alarmantes con otros "regímenes de verdad". La mentira y el engaño que fundamentaron la invasión de Irak pasan factura al presidente estadounidense George Bush y al primer ministro británico Tony Blair tanto como su impotencia para reconstruir ese país árabe y garantizar la seguridad tras su liberación. Mintieron Bush y Blair, o exageraron amenazas, tergiversaron datos y manipularon informes en el discurso de la guerra para derribar a Sadam Husein a espaldas de las Naciones Unidas y de la legalidad internacional. Y mintió José María Aznar al apoyar con entusiasmo esa aventura. El mismo director del Centro Nacional de Inteligencia, Jorge Dezcallar, dejó al descubierto al presidente del Gobierno español la semana pasada cuando reconoció en el Congreso que no había constancia de la vinculación de los terroristas de Al Qaeda con el dictador de Bagdad, contra lo que había afirmado con énfasis Aznar. En Washington, en Londres y en Madrid, se engañó al Parlamento y a la opinión pública, pero parece que en España no rige el mismo criterio social sobre la verdad, o sobre la "veracidad", si preferimos un término con menos carga moral. Aquí el apoyo al Ejecutivo no flojea, no hay investigación alguna parlamentaria o judicial, la televisión pública carece de conflictos con el Gobierno por el derecho a la información, las preocupaciones de la guerra, que tanto conmovieron la conciencia colectiva, se amortizan con facilidad y el presidente se permite despreciar cualquier demanda de explicación. Mal síntoma, no sólo por la destrucción, las miles de víctimas y el golpe al orden internacional, sino por los efectos en nuestra esfera pública del virus de la falsedad. La democracia enferma cuando se impone el cinismo y el imaginario ciudadano es devastado por el viejo sofisma de que no hace falta que los gobernantes se guíen por la verdad.

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