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Columna
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Los ilusos

"Voy a ver a Beckham", me anuncia mi señora. "¿Vendrás a comer?". "Depende, porque si me invita no le hago un feo". Ya en el pasillo, me informa de que tengo un platito en la nevera con las albóndigas que sobraron ayer. Me aconseja calentarlas en el microondas y, sin despedirse, da un portazo como si se desplomara la casa. La imagino alhajada con la camiseta blanca de las veinte mil copas de Europa que les regalaron los árbitros y apretujada en la Ciudad Deportiva -que está enfrente de nuestro nidito, al otro lado del paso subterráneo- por los numerosos aspirantes al autógrafo del futbolista inglés. No soporto la visión y me precipito a la ventana, como un suicida. "Si te vas con Beckham", voceo, "me voy con el Cholo". Si los coches de la autopista le permiten recibir mi mensaje, sabrá que miento por celos, harto de desdenes a mi esencia colchonera.

Es duro, créanme, convivir con una fanática que exige los detergentes más caros del supermercado para mantener blanca mi ropa interior. ¡Yo, que en conciencia repudio la nieve y la leche! Pero qué le voy a hacer si me enamoré de ella por su manera de pronunciar Didí, aquella contradicción negra incrustada en la delantera merengue. En más de treinta años de matrimonio, no ha querido enterarse, la muy perra, de que me asquea su club castizo y generoso: en nuestras intimidades conyugales me obliga a mencionarle zidanes y pavones, y todos los días le doy una vuelta por el estadio Bernabéu, haya o no partido de fútbol, para que toque las paredes correspondientes a la tribuna del paseo de la Castellana, a los fondos norte y sur de las calles de Rafael Salgado y de Concha Espina y a la lateral baja del Padre Damián, que cualquiera que me encuentre por ese territorio puede llamarme, con razón, apóstata.

Si no fuera porque el amor me exculpa... Confío en que me comprendas, reserva india de la pradera del Calderón. A veces, al circular en el metro desde Marqués de Vadillo a Pirámides, me brota el fervor de las tardes heroicas y retengo el galope del gran Isacio Calleja por la banda, el batallar de Adelardo, la sublime honradez de José Eulogio Gárate... Sólo en ese trayecto me vienen a la memoria todos los partidos del doblete de gracia, y porque no puedo compartir esa emoción con mi compañera, ya que habita en la galaxia vikinga, murmuro "Cholo" y sé que en ese instante conecto con los desarraigados del mundo. Y en honor del Niño Torres, esa perla del Manzanares que ni se compra ni se vende, me pongo a cantar por lo bajo, más iluminado que Sabina, las estrofas del centenario, con riesgo de que me confundan con aquellos vendedores de iguales.

"Los veinte iguales, para hoy", escuché en mi niñez. Y es que no sé si les he dicho que soy ciego. Ardí este verano como si estuviera encima de una barbacoa, y no sólo por el calor. ¿Para qué negarles que sin el Carrusel del domingo habitaba en un infierno? Otros habrán ido al Himalaya o a Cancún, pero nadie sabe cuánto se viaja a bordo del transistor: del Camp Nou a San Mamés o a La Rosaleda, y de ahí a Riazor, al Molinón, a Mestalla, a La Malata, al Rodríguez López... Soporto mal la ausencia del fútbol y desde primeros de julio suplicaba que se comprimiera el calendario y nos plantásemos en el último día de agosto, primero de la resurrección de la Liga, para que yo, sin moverme del cuarto de estar, participase del esfuerzo del gol...

Ésa es mi ilusión, y mi señora también la padece. Por eso, cuando regresa de la Ciudad Deportiva y le pregunto cómo le fue, replica con un bufido. "Otro día será", le animo. Y ella salta: "Me puse en primera fila y ni me miró". "No es que no te viera", matizo, "es que le deslumbraste". Pero ella lo niega: "Se ha hecho famoso y no quiere verme". Yo le razono: "Los galácticos sólo miran el dinero". Y porque se calla, añado: "En cambio yo, aunque no tenga ojos para verte, te considero una estrella". Nada opone a mis palabras, ni respira, igual que difunta. "Los atléticos somos así", reincido, "creemos en lo que no vemos". Ella reacciona rápido: "Jura entonces que Beckham me miró". "Es que te está mirando y no te enteras", respondo. Nuevo silencio, y al fin susurra moviendo el cochecito de inválida: "Tú con tu radio y yo con mi Ferrari, vaya par de ilusos". La siento irse y me angustia decepcionarla. Pero, al cabo de un rato, oigo las ruedas de su carricoche: "Una de albóndigas para el señor Beckham", dice poniéndome el plato. Y, aunque cite a un rival eterno, agradezco el detalle.

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