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Columna
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Mundo feliz

En París han enterrado esta semana a unas decenas de muertos agosteños que no ha reclamado nadie. Murieron este verano, a centenares, solos en plena ola de calor, sin familia, sin compañía. Vivían en ciudades, rodeados de gente, pero nadie les echó de menos. Al final de su última travesía en soledad -¿qué hay más terrible que morir solo?- les acogió la morgue y en ella, finalmente, la Administración pública.

El Estado francés, convertido en la familia más próxima de estos muertos agosteños -entre ellos dos españoles-, les ha dedicado una fosa común y Chirac, que tiene buenos asesores, ha ido a su funeral. Ha sido un gesto, acaso demagógico, pero, como mínimo, ha dado testimonio del reconocimiento de un gran problema colectivo. Estos muertos en soledad total son el símbolo de una cultura que legitima la exclusión social. Los franceses han tenido la sensibilidad de reconocerlo y horrorizarse. ¿Qué puede haber más acusatorio para una sociedad civilizada que esta indiferencia a la hora de la muerte de un vecino? Los pueblos más primitivos no ignoran a sus muertos.

Al menos, en Francia, aunque nadie les llore, quienes velan por la organización social se han sentido responsables de que decenas de seres humanos puedan dejar la vida sin que eso altere a los que están alrededor. El escándalo de estas muertes en soledad ha sido mayúsculo. En otros países de Europa ha habido estadísticas más o menos bien hechas, pero no se sabe si los muertos durante el extremo calor han tenido a alguien que los haya acompañado o enterrado. Se da por supuesto que el caso francés resulta excepcional, y parece que sólo en Francia la gente muere sola, pero el caso es que aquí mismo ni siquiera sabemos la amplitud de la lista de muertos.

En España ignoramos no ya si los muertos agosteños estaban solos sino, simplemente, cuántos han muerto. No hay registro civil que pueda con este insidioso interrogante. Las administraciones públicas no se inquietan por el real incremento de la mortalidad, ni les ha extrañado siquiera que las funerarias trabajaran este agosto a destajo. Aquí, por lo visto, la gente puede morir de cualquier cosa y el Estado -¿el último refugio de los excluidos acaso por puras razones estadísticas o de orden público?- tampoco les va a echar de menos.

En estas condiciones, vivir, pues, vale poco. Esto es lo que simboliza este desinterés y esta falta de extrañeza por que mueran más ciudadanos de lo normal. Que ello suceda en una sociedad tan avanzada como para que cualquiera pueda escoger, con toda naturalidad, entre 20 diferentes clases de yogur en el supermercado es doblemente horrible. Los enfermos, los viejos, los que no producen, los que no consumen por su extrema pobreza, para esta cultura despiadada que puede saberlo todo de los novios de Belén Esteban o recibir sin pestañear a un sucesor democrático, no son nada: su muerte -difuminada con cuidado- puede ser un alivio, un problema menos. Se mirará, por tanto, hacia otro lado. Y el ejemplo de la inopia de los dirigentes públicos será la guía de esas familias sobre las que se delegan tantas responsabilidades.

En Cataluña el perfil de excluido social es el de una mujer, mayor de 60 años, sin recursos. Vejez invisible, soledad socialmente construida. Sólo el 1,3% de los ancianos catalanes tiene un servicio público de asistencia social; en España es el 2%, en Dinamarca el 24%. En Francia, donde ha sido el escándalo, el 6,2%. Los franceses, al menos, han tenido la decencia de darse cuenta de esa barbarie oculta. Aquí ni parece extrañarnos que muera más gente de lo habitual. Se achaca a la fatalidad, a la desgracia o a la voluntad de Dios. Los muertos ignorados hablan. Mundo feliz.

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