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Columna
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Ansiedad

MUERTO EN completa soledad, sin llegar a cumplir los 40 años, la vida de Caravaggio (1571-1610) ha suscitado una creciente fascinación en nuestra época, que se regodea con el halo romántico del artista maldito. Hay que reconocer que a Caravaggio no le faltó ninguno de los estigmas del martirio, tal y como éste se ha consagrado en nuestra era de la santificación artística: de origen oscuro, genio innato, personalidad impredecible, ni siquiera una fama súbita, con los favores y beneficios que ello conllevaba, lograron calmar a este temperamento violento, de inclinaciones perversas, el cual parecía arrebatado por el vértigo de dejarse caer según ascendía a una mayor altura. Apenas se había convertido en el principal pintor de Roma, este príncipe de la bohemia se vio obligado a huir acusado de homicidio. Corría el año de 1606 y se inició entonces para Caravaggio la trágica deambulación por el profundo sur de la península italiana -Nápoles, Malta, Sicilia, Nápoles de nuevo, Porto Ercole- hasta obtener el perdón papal que le permitió, cuatro años después, su regreso fallido a Roma, casi ante cuyas puertas le sorprendió la muerte.

Aunque este precipitado viaje fue una fuga, lo cierto es que Caravaggio estuvo huyendo siempre de sí mismo. La reciente traducción al castellano de la excelente biografía del pintor escrita por la británica Helen Langdon, Caravaggio (Edhasa), donde se acopian y ordenan los últimos documentos e interpretaciones, nos muestra esta realidad insoslayable de que a Caravaggio, salvo quizá en sus primeros años romanos, jamás le faltaron los apoyos, y que, por tanto, él mismo fue la causa de su ruina, o, si se quiere, de su malhadado destino. Que, aunque siendo un notorio perseguido por la justicia, fuera vitoreado en Nápoles, donde recibió importantes encargos públicos y creó escuela, y que después llegara a ser nombrado caballero de la Orden de Malta, nos demuestra que la protección que le dispensaron los poderosos sólo encontró la barrera que, una y otra vez, interponía él mismo, verdugo y víctima de sí. En este sentido, ni su supuesta homosexualidad, ni las "malas compañías" en una Roma infestada de miserables y patibularios pugnando malamente por sobrevivir, explican su pasión autodestructiva, que fue en aumento.

¿Cuál fue entonces la razón para este progresivo desequilibrio del Caravaggio triunfante? Es evidente que jamás estuvo satisfecho con su suerte, ni encontraba en ningún lugar, ni con nadie, acomodo. Parece que vio cosas y supo plasmarlas con tal acierto e intensidad que ya no consideraba como interlocutores válidos ni a sus más fervientes admiradores. Había llegado al punto de no retorno de soledad que asedia a unos pocos artistas excepcionales, cuya ansiedad les impide gozar y sufrir la vida si ésta no está pendiente de un hilo, palpando constantemente la muerte, como esa quimera acaso portadora de alivio. Cuatro siglos después de su fallecimiento, sus cuadros nos siguen planteando interrogantes sin respuesta.

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