Entre dos mercados
Podríamos explicarlo en tono de parábola, y decir que el PSOE es como un importante comercio situado en la esquina entre dos calles, con puerta y escaparate abiertos sobre cada una de ellas. En la calle más principal, donde la enseña del establecimiento reza Partido Socialista Obrero Español, el público transeúnte tiene unos hábitos de consumo inclinados a lo rojigualdo y, sobre todo, la tienda socialista debe hacer frente a la feroz competencia de un poderoso almacén vecino -La Popular, se llama- especializado en la venta de géneros muy clásicos, incluso antiguos, pero que siempre tienen gran demanda (la unidad de España, la Constitución intocable, la cohesión nacional, la defensa cerrada de las prerrogativas del Estado...), y en hacerlo a precios reventados, con sensacionales ofertas cada semana.
Sucede, sin embargo, que el negocio protagonista de este cuento tiene, bajo la marca Partit dels Socialistes de Catalunya, una segunda fachada sobre la calle lateral, también muy concurrida y próspera, aunque sus viandantes tienden a mostrar gustos distintos, a preferir los diseños cuatribarrados, a comprar mejoras en el autogobierno y cosas por el estilo. Más todavía últimamente, desde que los demás comerciantes de esa vía se han lanzado a una carrera promocional y publicitaria en torno al nuevo producto conocido como la reforma del Estatuto, y lo han hecho con tal ímpetu que negarse a venderlo resultaría temerario, además de peligrosísimo para la recaudación. Lo que hace la política comercial del bazar socialista tan complicada, empero, es que mientras los rivales de La Popular han renunciado a penetrar de un modo serio en el mercado de la calle adyacente, y las restantes tiendas de ésta no tienen sucursales, la casa fundada por Pablo Iglesias en 1879 es la única que trata de ser líder de ventas entre ambos públicos a la vez.
Hasta fechas recientes, los responsables del bifronte establecimiento PSOE-PSC habían encarado la trascendental temporada otoño-invierno que se avecina igual que si regentasen dos comercios distintos: a un lado, y frente a la publicidad negativa de La Popular, ofrecían simplemente sentido patriótico y lealtad constitucional tan genuinos o mejores que los de la competencia; al otro, el encargado Maragall exhibía voluptuosos federalismos asimétricos, y Coronas de Aragón modernizadas, y atrevidas reformas legislativas sin límite de alcance o potencia... Pero, claro, el barrio es un pañuelo, y la gente se mueve mucho, y basta doblar la esquina para que los vecinos de una calle puedan observar la vitrina de la otra, y viceversa. Y los responsables de mercadotecnia de La Popular no tardaron en saltar sobre las diferencias de productos, calidades y precios entre los dos escaparates del rival, y en decir que las tentadoras ofertas y promociones lanzadas por el encargado Maragall en su parcela contradecían la disposición austera del otro lado de la tienda, y en inferir de ello que el director gerente, el señor Rodríguez Zapatero, estaba falto de autoridad o, peor aún, que el establecimiento carecía de la solvencia, la seriedad y la garantía exigibles a una casa centenaria.
El asunto era serio, y los estridentes reclamos de La Popular -"¡no tienen un proyecto, sino 17!", "¡pondrán a España patas arriba!", "¡son unos irresponsables!"- podían dañar muy gravemente lo mismo la imagen que la cuenta de resultados del negocio, de modo que la dirección de la tienda socialista reaccionó como lo hace hoy cualquier corporación que se precie: reuniendo a todo su personal en un hotel durante un fin de semana para, con convivencia y diálogo, limar asperezas y potenciar la común cultura de empresa. El resultado -el apaño de Santillana del Mar, lo llaman algunos lenguaraces de la plantilla- ha sido, como todos los compromisos, ambiguo y poco espectacular: aun comprendiendo las características del target al que Maragall pretende conquistar, se le ruega poner discreción y sordina a su discurso y, en todo caso, se trazan unas líneas rojas más allá de las cuales la razón social PSOE se desentiende de él; a cambio, la empresa matriz queda comprometida al "perfeccionamiento del bloque constitucional" (la sempiterna reforma del Senado, una conferencia de presidentes autonómicos...) y asume como eslogan la pía advocación de la España plural.
O sea, y hablando en plata: hasta el pasado fin de semana, la precampaña de Maragall se la han hecho desde Madrid, y no precisamente desde la calle de Ferraz; si uno de los objetivos estratégicos del presidente del PSC es captar el voto nacionalista decepcionado de Convergència o emancipado de Jordi Pujol y susceptible de entregarse a Esquerra Republicana, entonces, ¿qué puede beneficiarle más que los ataques desmedidos de José María Aznar, o el PP valenciano presentándole como la quintaesencia de la amenaza pancatalanista, o esa delirante portada de La Razón que le acusaba de querer construir un imperio catalán transpirenaico digno de Jaime I, o la fijación antimaragallista de personajes como Fernando Savater? En una Cataluña donde el rechazo visceral del aznarismo reúne al 80% o más de los votantes, todas las sensibilidades sociales e identitarias confundidas, ¿qué mejor que convertirse en la bestia negra del PP y de su caudillo?
Pero luego ha llegado el tío PSOE con la rebaja -ese miedo atávico a utilizar términos como federal, plurinacional o plurilingüe...- y, limando las aristas más cortantes del candidato del PSC, no sólo erosiona su credibilidad entre el electorado nacionalista, sino que se arriesga a desactivar también la fobia que le profesa el PP. ¿Habrá quien quiera sacrificar a Maragall para salvar la piel de Rodríguez Zapatero?
Joan B. Culla i Clarà es historiador
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