George Clooney actúa a lo grande en otra comedia loca de los hermanos Coen
Se vieron también un ridículo filme francés y tres vigorosas obras de Irán, Taiwan y Rusia
Se le han visto a George Clooney destellos de gran cómico, pero no cuajaba un personaje redondo. Con Joel y Ethan Coen hizo Oh Brother, en clave de comicidad desmelenada, pero el filme cojeaba por varias patas y Clooney salía del paso por decreto de su estrella, que aún domina al actor. Pero, otra vez con los Coen, en Intolerable cruelty borda a un malvado y liante abogado divorcista que cambia las cosas y le acerca a las geniales farsas vestidas de naturalidad de su lejano maestro Cary Grant y hace crecer a una divertida jaula de grillos revuelta por Catherine Zeta-Jones.
'Intolerable cruelty' funciona como un todo bien compensado, interrelacionado y engrasado
George Clooney se ha encaramado sin poner mucho de su parte, casi de un salto fácil de dar, entre las más rentables perchas del glamour de Hollywood, pero parece sentirse incómodo allí y busca, o intenta abrir, caminos propios tanto en la interpretación como en la dirección de películas. Como director, este estrellón con la cabeza bien amueblada se estrenó hace pocos meses en Berlín y secuestró para su aventura a su amiga Julia Roberts, que también parece estar algo aburrida de tanta poltrona y tanta mentira de casa de muñecas. Y le salió un comprensible conjunto de tanteos y palos de ciego, un quiero y no puedo que habría que olvidar, pero que tiene rasgos, detalles y momentos excelentes, recordables.
Pero sólo con piezas sueltas, desamarradas del eje, no se hace una buena comedia y menos si es de las llamadas locas, que es un modelo de película que, representando bufonadas, crueldades, equívocos, desencuentros y todo tipo de desequilibrios, requiere paradójicamente el empleo de un gran sentido del equilibrio detrás y delante de la cámara, pues sólo se acelera bien la imagen y sólo sobreactúa bien el intérprete cuando se tiene clara conciencia de los límites de la exageración que no se pueden traspasar y, para evitarlo, se ponen en disposición de soltar las alertas del comedimiento y la mesura.
A los hermanos Joel y Ethan Coen les gusta la dinámica del disparate y de ella han arrancado algunas buenas comedias locas, como Arizona baby y, sobre todo, El gran Lebowski, cuya trepidación quisieron acelerar aún más en Oh Brother, en la que contaron con un George Clooney muy entregado, que presumiblemente sintió frustración de que lo logrado por la película era de evidente cortedad comparado con lo buscado en ella. De esta frustración surgieron, sin duda, las ganas de un desquite y de estas ganas procede Intolerable cruelty. Con la lección aprendida en ella, todas las piezas del mecanismo que fallaban en la película anterior están perfectamente amarradas entre sí en Oh Brother y, al contrario que en ésta, su nueva comedia funciona como un todo bien compensado, organizado, interrelacionado y engrasado, del que George Clooney tira -de nuevo a lo Cary Grant- con una sabiduría, una habilidad y una comodidad deslumbrantes. Y saca fuera toda la malicia del gran cómico insatisfecho que lleva dentro.
Acompañó ayer al estreno de esta delicia el mal olor de Veintinueve
palmas, que es una nueva incursión en el feísmo y la escatología del macabro cineasta francés Bruno Dumont. Y si con La humanidad este lúgubre augur y sermoneador triunfó en el Festival de Cannes, aquí es más que dudoso que logre llevarse algo en las manos, porque el tremendo abucheo que se ganó a pulso ante 2.000 periodistas cinematográficos es seguro que llegó a los oídos del jurado. Pero lo cierto es que fue peor lo que precedió a la bronca de despedida, porque la película tiene abundantes escenas de sexo, algunas muy burras, y en todos los proverbiales gemidos de placer de los contendientes tomaron la forma de auténticos aullidos, tan largos y tan chillones que fueron respondidos entre carcajadas por cerradas y no menos delirantes ovaciones del público.
Pero también hubo ayer ovaciones serias para el cine serio. Por ejemplo, el de Irán, que aportó La primera carta, una buena película lírica de Abolfazl Jalili, que nos sumerge en el nacimiento del amor en las calles de Teherán en uno de los días de la fiebre de la revolución jomeinista, lo que indirectamente obliga a mirar a la pantalla con un trasluz político. Pero la ovación mayor al cine iraní ocurrió fuera del festival, durante la improvisada visión en un tosco vídeo de trabajo, lleno de imperfecciones, de El silencio tras dos pensamientos, película de Babak Payami, que hace cuatro años estuvo en Venecia con la maravillosa El voto es secreto, y triunfó. La nueva obra de este notable cineasta ha sido secuestrada por la policía política de Teherán, que ha quemado los negativos y todas las copias. Sólo pudo salvarse de la salvaje batida contra la libertad su magnífica sombra, escondida en ese vídeo casero que unos pocos pudieron ver en Venecia.
Otra ovación se la ganó la excelente película china de Taiwan Paisaje flotante, dirigida por Carol Lai Miu Suet, una cineasta de mirada sutil y elegante, que es dueña de un temblor lírico exquisito. Pertenece a la escuela del gran Stanley Kwan, director de la formidable Yiyi, que ejerce las funciones de director de producción. Relato de amor más allá de la muerte, este delicado paisaje interior es una de las más competentes y sinceras obras de cuantas se han proyectado aquí en estos días de mucho buen cine y algunas, por suerte pocas, disonancias, ridiculeces y ofensas a la inteligencia y el buen gusto.
Y cerró el día una durísima, sobria y emocionante película rusa. Se titula El retorno y está dirigida por Andrei Zujagintsev, que despliega con auténtica maestría -y un extraordinario buen gusto para la captura de los profundos paisajes siberianos- la turbadora aventura trágica, un sobrecogedor duelo a muerte escondido, entre dos adolescentes y su padre, que les abandonó cuando eran niños y ahora -tras su súbito retorno a ellos no se sabe por qué ni de dónde- se ven los tres abocados a dirimir una vieja cuenta pendiente con el abismo de la orfandad, que es una vieja herida que sigue abierta en el cine ruso posterior a la era soviética.
Babelia
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