Hábil cambio de registro de Ridley Scott en una viva comedia que se vuelve tragedia
Michael Winterbottom tropieza sin atenuantes en una absurda película futurista
La última etapa de la obra de Ridley Scott es un continuo descenso hacia la imprecisión. Quien dominó lo exacto, últimamente se perdía en balbuceos, como si le faltasen recursos a quien en su comienzo los derrochaba. De ahí que Scott haya cogido el toro por los cuernos en Matchstick men y que se haga evidente en esta película un cambio de registro. El giro es oportuno y astuto, y en él da Nicolas Cage un auténtico recital de buena sobreactuación. En cambio, otro inglés, Michael Winterbottom, se da todo un trastazo en la confusa Código 46.
El caudal de la inventiva de Scott no estaba tan agotado como se presumía
Si se exceptúan los ampulosos juegos operísticos de Hannibal, Rid-ley Scott, que pasaba por ser un director de enorme pericia, incurre continuamente desde Thelma y Louise en torpezas que a veces parecen de aficionado; en elecciones de ritmo completamente inadecuadas; en una organización puramente mecánica, sin alma, de la secuencia; en incapacidad para hacernos reconocer como suya su forma de filmar. Da la impresión de que al archiprofesional Ridley Scott se le ha cruzado como una espina en la garganta su apabullante dominio del oficio y éste ya no le sirve para esclarecer un relato sino para emborronarlo.
Parece otro cineasta el que extrajo del mundo de Joseph Conrad la intensidad de Los duelistas; quien logró dar en Blade Runner un giro brillantísimo a la lógica del thriller fundiéndola sin crear el menor desajuste con la ficción futurista; quien en Alien se sacó de la manga y reinventó desde sus raíces el arsenal de recursos del relato de terror romántico o gótico. Hay en estas películas -ya instaladas y con lugar propio en la memoria viva del cine- unas maneras inconfundiblemente suyas, porque no existían antes de él, de incorporar el peso de los viejos géneros a la ligereza de equipaje del cine moderno. Pero tras estas obras llegaron gota a gota otros intentos suyos de seguir haciendo la meritoria tarea de situar a la altura de los modelos clásicos las revisiones actuales de estos modelos, y había síntomas de endeblez en ellos. Como si a Ridley Scott se le hubiera secado prematuramente buena parte del arrollador caudal inicial de su inventiva, que poco a poco se le ha ido estrechando y canalizándose en cine imitativo, mecánico y sin alma, bien fabricado pero no bien hecho.
Hasta que en esta Matchstick men, que ayer dio a conocer en Venecia, ha vuelto -ciertamente sin la potencia y la exactitud inicial, pero se intuye que en vena de volver a adquirirlas- a recuperar algo del esplendor perdido. Scott nos embarca aparentemente, lo que nos coge con el pie cambiado, en una comedia químicamente pura, cínica pero con fondo sentimental, construida con la materia y la paradoja de la "finura a brochazos" propia de la memoria muda del cine. Esto permite a Nicolas Cage, que protagoniza el invento, exagerar a su gusto sin romper el marco del retrato de un personaje extraordinariamente definido y muy curioso y singular, una brillante variante del cazador cazado o del regador regado o, más exactamente, del timador timado. Y el simple desarrollo natural, no traído por los pelos, de esta doblez del personaje eje de la película nos vuelve a coger con el pie cambiado, pues mediado el metraje la pantalla da un vuelco espectacular que invierte no sólo la orientación argumental, sino también el registro formal: una comedia que adquiere, aunque Scott las eluda y las deje en un segundo plano, resonancias de tragedia. Y, por debajo de la ligereza de la secuencia, asoma la complejidad.
De ahí que Matchstick men sea más de lo que parece y portadora de un cambio de registro en el continuo de la obra de Ridley Scott. Con otras palabras, que el caudal de la inventiva del cineasta no estaba tan agotado como se presumía, sino sólo sumergido, porque ahora afloran con esta película indicios de cine inédito. El Scott que merece la pena es un cineasta que busca la originalidad, que tiene voluntad de estilo. Scott ama el cine de género, pero aquí parece en disposición de romperlo y de embarcarse en otra aventura y otra lógica. Y podemos estar, aunque todo en este terreno es simple conjetura, ante un segundo comienzo de la carrera de este brillante hombre de cine que parecía demasiado gastado a destiempo.
También Michael Winterbottom ama los géneros y también los da la vuelta o la espalda cuando considera que lo que quiere construir lo necesita. Eso hizo en Wonderland y en In this world, dos poderosas ficciones de estirpe documental que carecen de antecedentes, la última de las cuales le proporcionó el Oso de Oro en el último Festival de Berlín. Pero ahora, en Código 46, la lectura del guión parece haber convencido a Winterbottom de que debía resolverlo mediante una combinación entre Estación Termini y Alphaville, es decir, un idilio clásico en un marco futurista. Y este erróneo cálculo de un director que peca de exceso de fertilidad, pues no para de filmar una película tras otra, se ha convertido para Código 46 en una cáscara de plátano, pues el patinazo que hay en ella no tiene atenuantes.
Es difícil que dos intérpretes de la solvencia del norteamericano Tim Robbins y la británica Samantha Morton parezcan dos apabullados meritorios que defienden sin armas el embolado en el que les han metido. Pero eso es precisamente lo que Código 46 deja ver del triste, simulado, sin tacto ni piel humana, encuentro amoroso entre ambos. Nada despierta en la sala, salvo un hilo de mala risa. Una historia de amor dentro de una ficción futurista exige doble esmero, el de la emoción a flor de piel y el de la meticulosa construcción de un marco escénico irreal. Pero esos esmeros han sido resueltos por Winterbottom en forma de chapuzas y en esta devastadora evidencia se acaba, me temo que para siempre, una de las películas más esperadas de esta Mostra.
Babelia
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