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Columna
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Cuestión de procedimiento

Sabemos que la operación militar más difícil es la de la retirada. Sobre los héroes de la retirada se han escrito muy pocas pero bellísimas páginas. Son, por ejemplo, inolvidables las publicadas en estas mismas columnas por Hans Magnus Enzensberger. Pero también en la vida pública saber marcharse de un puesto, saber retirarse de un cargo, suele acreditar condiciones excepcionales, más aún cuando todo y cuando todos parecen reclamar que quien está al timón siga en el puente de mando. Siempre parece haber tareas ineludibles que deben culminarse, retos pendientes que sería cobarde rehuir, gentes cargadas de servicios prestados que dejarían de ser retribuidas, leales que podrían sentirse abandonados. Además siempre se dispone de encuestas oportunas que animarían a seguir, mientras que a quien corresponde decidir le asaltan dudas crecientes de que la vida tenga algún interés más allá del poder y se multiplican los testimonios desoladores de renuncias generosas que se consumieron después en el permanente escrutinio de ingratitudes y desafectos.

Pero, de otro lado, la prórroga indefinida en el ejercicio del poder, el que sea, propende a convertirse en una apuesta segura por el desastre. En democracia rige la ley natural de la caducidad. Pero la caducidad de los hombres y sus programas es garantía de la perennidad del sistema, en tanto que las dictaduras ideadas para milenios se extinguen con la vida de sus fundadores. La pretensión de perennidad se acaba averiguando nociva y la idea de permanencia acaba por generar graves patologías sociales, que sólo pueden ahuyentarse con el sentido aguzado y constante de la provisionalidad. Ahí están los ejemplos de quienes optaron por resistir atados a sus cargos y terminaron saliendo de ellos de mala manera.

En España, además, hay una tradición indígena muy antigua según la cual el que llega a la cumbre del poder, lejos de sentir colmada su ambición con la toma del relevo y mostrarse magnánimo en la victoria, prefiere entregarse al ejercicio del rencor y empieza por encausar con todo fervor a quien le precedió. Ahí están el duque de Lerma, el Conde Duque de Olivares, el conde de Aranda y Godoy o Felipe González para confirmarlo. Así que el todavía presidente del Gobierno José María Aznar, obsesionado como ha estado siempre por el antagonismo con su antecesor socialista y entregado a la tarea de convertir en astillas la figura y el legado de Felipe, decidió aplicarse el escarmiento, limitar a dos periodos el máximo de permanencia en La Moncloa, ahorrarse una prórroga coronada de espinas y esforzarse en ganar indulgencia plenaria con su retirada, después de haber sido el máximo sembrador de enconos y atizador de rencores.

Pero el todavía presidente parece seguir al poeta Miguel Hernández para hacer suyo aquel verso de me voy, me voy, me voy, pero me quedo. Hace las entregas a plazos y busca compensaciones. Se mantendrá en la presidencia del PP hasta el congreso del 2005 y ya dejó claro hace meses que se quedaría en la presidencia de FAES, la Fundación del PP, y que aspiraba también a ocupar la del Patronato del Museo del Prado. Viene escenificando su retirada en términos de abdicación, como si se tratara de un monarca sin limitaciones constitucionales y acaba de exhibir cómo se ha reservado en exclusiva la decisión de nombrar a quien será el candidato para encabezar las listas de su partido en las elecciones generales de 2004. El único aspirante que había proclamado de modo abierto y democrático su aspiración sucesoria, Rodrigo Rato, a preguntas de Iñaqui Gabilondo en el programa Hoy por hoy de la Cadena SER, definió el proceso de estos días como una decisión personal de José María, a quien de paso por primera vez en muchos años apeó el tratamiento de presidente. Para evitar la fuga anticipada de poder hacia el delfín prefirió organizar un delfinario y sólo sacó al elegido de la pecera cuando le pareció que se agotaban los plazos y contraprogramaba mejor la reunión anunciada del Consejo Territorial del PSOE.

Enseguida los focos se dirigirán al designado y brotarán los panegiristas y los adelantados del halago, pero todavía por un momento convendría atender a la cuestión del procedimiento seguido, que Rajoy ha preferido con un reflejo inteligente enmendar mediante la votación secreta de hoy mismo. Todos parecen prendidos de la eficacia disciplinada como si al fin se hubiera alumbrado un nuevo método y un hombre nuevo que obedece la voz de mando. Cuidado, a ver cómo despertamos.

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