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Columna
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Ayuda hogareña

Recuerda don Miguel de Cervantes en Los trabajos de Persiles y Segismunda que "la necesidad obliga, aguza el espíritu, es maestra del ingenio y pasa por madre de las artes y abuela de los vicios". Se refiere a cuantas cosas hemos de hacer por nosotros mismos cuando nadie puede realizarlas en el propio descargo. De la ya cotidiana exigencia estamos aprendiendo mucho los hombres, entre otras cosas porque no nos queda otro remedio. Antiguamente el más modesto varón tenía una esposa, madre, hija o hermana que desempeñaba, con acierto y resignación, menesteres muy específicos que se suponían alejados de la condición masculina: cocinaban, planchaban, cosían, realizando las tareas domésticas como parte natural de sus competencias. Y además se ocupaban de la concepción de los hijos, su traída a este mundo traidor y los primeros e indispensables cuidados. El hombre aceptaba un papel secundario ante tan abrumadoras responsabilidades.

Ese planteamiento pertenece al pasado más remoto que ha cedido el paso a la igualdad, donde, en mi opinión de misántropo tardío, no les arriendo la ganancia, y siempre he sostenido que ellas son tan capaces de cualquier cosa -y si me apuran, tan incapaces- como nosotros. Nadie duda de que una mujer pueda desempeñar las mismas tareas que un cabo de zapadores, la dirección de una central nuclear, el desempeño de cualquier cartera en el Gobierno o el manejo de un autobús de dos pisos. En cambio, los hombres tardaremos mucho en saber envolver a un bebé en sus dodotis, hacer una cama con destreza y rapidez y parece lejano el día en que quedemos embarazados. Es tediosa la polémica acerca de cuáles son las tareas de cada sexo, incluso en el hogar. Pienso que el problema está defectuosamente planteado y no sabría -ni querría- entrar en tan resbaladizo territorio. La igualdad de sexos es un hecho en nuestra sociedad, aunque no dejo de considerar que el fiel de una balanza, incluso de precisión, no marca exactamente el punto medio, salvo cuando los platillos se encuentran vacíos. Eso debe de ser cosa de la condición humana, que tantos ríos de tinta ha hecho correr. Parecería ejemplo ideal el de la pareja cuyos componentes fuesen presidentes de los consejos de administración de compañías rivales: ¿Cuál sería el desenlace? ¿La fusión, que permitiera dos máximas jefaturas, o que una, la más fuerte, la más astuta, devorara a la otra? Estaríamos en el mismo sitio, más o menos.

No era infrecuente que un individuo le discutiera al ama de casa la fórmula idónea para condimentar una vichysoisse o darle el punto a la tinta de los calamares, e incluso pelar un tomate. En ese preciso caso el marido ejercita una crítica malévola acerca de asunto tan aparentemente inane como quitarle la piel a la sabrosa solanácea americana sin traspasar los límites de la discusión académica doméstica.

"No tienes idea", reconviene. "Es innecesario pinchar la piel de esta forma. Hay que rasparla con mucha suavidad, como cuando rascas con las uñas el pellejo que se te cae al tomar el sol. ¡Así no, mujer! Pareces el Curro Romero de las ensaladas. Hay que despegar la membrana con mimo, con tiento, no darle de puñaladas...".

Más que una lección era una sevicia recurrente, porque aquel tipo, de lo poco que sabía -por haberlo leído en un suplemento dominical-, era de cómo se mondaba un tomate. La esposa, tras unos instantes de vacilación, apretó convulsivamente el cuchillo, pero lo arrojó sobre la mesa, pronunciando la temible frase que constituye una frontera: "¡Pues pélalo tú!".

El asunto lo conozco de primera mano, porque el infeliz me tiene como eco de sus cuitas matrimoniales. Hace preguntas incoherentes: "¿Sabes cuánto tiempo tienen que hervir las gambas congeladas? ¿Hay que tirar la clara para hacer una buena mayonesa? ¿Se puede asar una pierna de cordero en un horno eléctrico pequeño?". Ahora lee mucho: libros de cocina que le están trastornando el cerebro como a don Quijote los de la caballería andante. Su mujer no ha vuelto a poner los pies en la cocina, se ha apuntado a unos cursillos de escaparatista y su aspecto es rozagante y distendido. Toma copas con las amigas y pretende figurar en las listas para las próximas municipales, lo cual él sobrelleva con reconcomida resignación. Me preocupa su creciente interés por la química y su fijación con los derivados del arsénico y del cianuro. Me temo lo peor.

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