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Reportaje:CULTURA Y ESPECTÁCULOS

Anthony Hopkins trae a la Mostra el 'glamour' y Sofia Coppola el cine

Anoche la fiesta estaba con Anthony Hopkins y 'The human stain', pero el gran cine se escondía en los sótanos de la Mostra con Sofia Coppola y 'Lost in translation'. Y el viejo portugués Manoel de Oliveira terció con 'Un filme hablado'

El lado brillante, pero de fondo inconsistente y a veces cobarde, de la producción de Hollywood se inclina últimamente a la adaptación a destajo de novelas de éxito, la mayoría irrelevantes y facilones best-sellers. Pero a veces hay algún director con agallas y amor al riesgo que se atreve a dar réplica cinematográfica a novelas de fuste, hondas y vigorosas, cuando raramente surge alguna. Y es el concienzudo y en ocasiones brillante Robert Benton, que se ha atrevido a atrapar en una pantalla The human stain, última novela de Philip Roth, y me temo que lo ha hecho demasiado reverencialmente, pues lo único claro que se saca del cine tras haber visto la película es una sensación de urgencia en leer el texto literario desencadenante, que se intuye como muy superior al relato filmado.

Es 'Lost in translation', de Sofia Coppola, una comedia ágil, suelta, dominada, divertidísima
Nicole Kidman no puede dar credibilidad al desgarro de la mujer obrera que quiere representar
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La negación de la identidad

Da la imprensión de que Benton se ha limitado a traducir casi telegráficamente a Roth y a delegar la delicada tarea de situar las imágenes a la altura de las palabras en los rostros oficiantes del drama, que son los de Anthony Hopkins y Nicole Kidman, escoltados por Gary Sinise, Ed Harris y Wentworth Miller, que ponen oficio, esmero y empeño en estar a la altura del difícil encargo, pero no la alcanzan porque se lo impiden graves errores de casting, es decir, de fusión instantánea entre actor y personaje.

Nicole Kidman compone con solvencia un par de escenas de gran patetismo y de estructura compleja y frágil, amenazada por el gallo del ridículo, pero la actriz australiana se alza sobre sus cenizas a las mil maravillas, aunque lamentablemente no puede, no le es posible físicamente, visceralmente, dar credibilidad al desgarro de la mujer obrera que quiere representar, una sirvienta rota y zurrada por la vida que no se caracteriza por la piel de nácar de Nicole Kidman, sino por el áspero y violento empuje de una pulsión sexual extrema que la actriz, muy técnica y algo fría, no llega a dar.

Otro desajuste físico que erosiona la credibilidad del juego de intérpretes de The human stain procede de la duplicación del personaje eje de la novela, Coleman Silk, en dos actores que se reparten las dos edades del personaje, pues el joven Coleman de Wentworth Miller y el viejo Coleman de Anthony Hopkins no son nunca identificables como una sola persona. Y, así, tanto por el lado de la mujer como por el lado del hombre, el idilio tortuoso y en carne viva que conforman el territorio pasional de la trama novelesca de Roth es en la pantalla un territorio intransitable, que da mala quietud y empantana los caminos y los transcursos del relato filmado.

Del polo opuesto a esta dependencia del cine de la -resultona y aparentemente cómoda, pero siempre peligrosa- cantera de la novela nos llegó el pequeño prodigio, escrito directamente para la pantalla y dirigido por Sofia Coppola, Lost in translation. Ya dejó caer la joven Sofia -hasta entonces la hija de Francis y desde entonces una cineasta con nombre propio, suelta del cordón umbilical del aplastante nombre de su padre- vivísimas gotas de puro cine en su primer largometraje, El jardín de las jóvenes suicidas, pero ahora, con materia más suya, arrancada del fondo de sus ojos y de la zona oscura de su equipaje sentimental, aquellas gotas se han convertido en un torrente.

Es Lost in translation una comedia ágil, suelta, dominada, divertidísima, que, poco a poco, casi imperceptiblemente, va modificando su ritmo interior. La película atenúa gradualmente, a medida que avanza y se adentra en sí misma, su cadencia inicial y finalmente se hace casi pausada, hasta tocar con delicadeza y acariciar los dolorosos límites de la parte irremediable de la tristeza, lo que tiene de umbral de melancolía. Ocurre en Tokio, donde un viejo actor de Hollywood es contratado para rodar un spot publicitario y allí conoce a la mujer de un joven fotógrafo compatriota, una bella muchacha de alrededor de 20 años, y surge entre ellos poco a poco y sin palabras, con miradas y vuelcos de simpatía y humor, un amor roto de antemano por un desolador desajuste de tiempos, de edades y de ataduras a la vida vivida.

El viejo actor es el magnífico Bill Murray, el inefable protagonista de Atrapado en el tiempo, un extraordinario cómico; y la muchacha perdida en las calles de Tokio es Scarlett Johansson, la conmovedora niña de El hombre que susurraba a los caballos, ya convertida en una hermosa mujer y en una actriz fajadora, con un aguante ilimitado a la curiosidad de la cámara, que parece estar sedienta de su calmosa naturalidad y su desenvoltura, que le permite decir mucho con un mínimo, casi invisible, gasto gestual. Toda una actriz. Y todo un dúo de opuestos -un cómico expertísimo y de irresistible gracia frente a la aprendiza con los ojos más abiertos del cine de ahora-, que vertebran una comedia al mismo tiempo ligera y grave, divertida e intensa, que sitúa de golpe a Sofia Coppola entre los herederos naturales no por sangre, sino por espíritu, de su padre.

Y terció en este cruce de cine estadounidense sabido y muerto y de cine estadounidense inédito y lleno de vida un portugués de 95 años llamado Manoel de Oliveira, que se gasta la broma de titular su película Un filme hablado, cuando todo su cine es un derroche de palabras y de elocuencia. Otra vez Oliveira nos embarca en un itinerario espiritual dentro de la cultura mediterránea. Nos acompañan una mujer griega, Irene Papas; una francesa, Catherine Deneuve; una italiana, Stefania Sandreli, y la portuguesa Leonor Silveira. Y casi al borde de cumplir su primer siglo de vida, el genial cineasta sigue haciendo piruetas y aventuras bautismales.

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