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LAS SEMANAS EN EL JARDÍN
Columna
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Entre Silos y el Botánico

¡QUÉ PAÍS, MIQUELARENA! Una frase que hizo época. Fue una queja de unos escritores falangistas. Una extravagancia de unos tipos raros y olvidados. Unos extranjeros de sí mismos, apenas recordados por unos pocos que siguen buscando libros de "viejo". La frase se rescata en un reciente libro sobre la tribu literaria de José Antonio. La pronunció un caballero falangista, un bohemio de derechas llamado Mourlane Michelena, curioso escritor, natural de Fuenterrabía, fascista y bebedor de coñac. Hoy es apenas un saldo en la cuesta de Moyano, al lado de los jardines del Botánico madrileño. Por cierto, esas casetas de madera llenas de libros y de historia, de saldo y novedades rebajadas, de paseos barojianos y de trapiellos de nuestros días, están a punto de desaparición. Un arquitecto del nuevo humanismo a la portuguesa -con ayuda de un madrileño que fuma en pipa- quieren dar aire al jardín. Es decir, quitar los tenderetes de libros para que no se ofendan los árboles del Botánico. No tengo tiempo, ni espacio, ni sombra, para meterme en ese jardín, pero lo haré por tierra, mar o aire. Ahora estoy en otras líricas españolas. Pura actualidad al estilo de Quintanilla de Onésimo Redondo y de las JONS. La otra tarde compré en la Cuesta un libro de Mourlane: Arte de repensar los lugares comunes. Tengo que repensar por qué me gusta volver a algunos lugares comunes. Sobre todo a unos que me recuerdan a un poema de Ángel González.

Un arquitecto del nuevo humanismo -con ayuda de un madrileño que fuma en pipa- quiere dar aire al Botánico

Jacinto Miquelarena era un lugar común de la corte literaria de los tiempos azules. Casi un moderno de ayer y hoy. Se suicidó un día ya muy lejano en París, sin aguacero y arrojándose al metro, aunque ahora podría ser rescatado en nuestras esferas de la revisión. "En el sport", decía Miquelarena, "se aprende a ganar y a saber perder; pero todos se preparan para la victoria... Los primeros mil españoles bien afeitados que desfilen en falanges por nuestras calles, dando aire a su disciplina y su fuerte emoción nacional, se apoderarán de España". Este verano tengo vistos varios bien afeitados, bien peinados, que han desfilado en la batalla de Madrid. Ahí están las falanges del ladrillo y la cantera. Pero, ¡ay!, también existen peligros contra la modernidad. Quintacolumnistas contra los nuevos deportes, los nuevos aires, los nuevos arquitectos. Contra ellos, también Miquelarena nos conduce por la senda de la modernidad: "Los viejos partidos políticos se han formado con jugadores de dominó, a los que les crece una pobre idea en la cabeza como les crece la uña larga del dedo meñique". Hay que elegir. La España del pádel o la del dominó. Que tome nota el sucesor. Yo me voy a meditar mi voto, mi futuro o mi exilio al monasterio de Silos. Un lugar ideal para ver cómo los cipreses creen en Dios. Un jardín, perdón, un claustro, que fascinó al joven y provocador Alberti. El poeta animó las veladas de los benedictinos imitando a Raquel Meller. Allí también se retiraba Unamuno -lo leo en el excelente libro de crónicas parisinas de Carlos Esplá que ha rescatado del olvido Pedro L. Angosto- para olvidar su cabreo contra el dictador, otro Primo de Rivera, que le pretendía "exento de pasión". Cabreado Unamuno, que cuando le daban la murga de implantar en España esa retórica afrancesada de "libertad, igualdad y fraternidad", explotaba contra aquella sarta de frases hechas diciendo: "Sí... ¡Libertad, Igualdad, Fraternidad! ¡Dios, Patria y Rey! ¡Navegación, Industria y Comercio! ¡Café, copa y puro! ¡Madrid, Zaragoza y Alicante!...". Rato, Rajoy o Gallardón.

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