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Reportaje:MI RINCÓN FAVORITO

La Rambla, más poderosa que la vida

Quizá porque nací y crecí en Miranda de Ebro, en mi infancia se repetían los sueños de una ciudad abierta al mar. Aunque sí, ya sé que durante muchos años se ha dicho que Barcelona "ha vivido de espaldas al mar". Y quizá porque la mayor parte de mi tiempo vivo en otras ciudades, La Rambla o, mejor dicho, Las Ramblas, es siempre ese tumultuoso rincón en el mapa de mi memoria. No hay conversación en el extranjero donde si se trata de Barcelona no hable apasionadamente de La Rambla. Recomiendo pasearlas, curiosearlas, mirarlas; en definitiva, vivirlas.

Durante unos cuantos años maravillosos viví en la calle de Boters esquina con la plaza de Cucurulla, y precisamente lo que me enamoró al instante de mi piso fue ese balcón abierto a La Rambla insomne, canalla, donde afluyen calles resonantes de barras de bares, chulos, borrachos, prostitutas... Esa Rambla canalla que confieso que me fascina, aunque haya superado con éxito el susto de dos intentos de robo. Como no soy ningún héroe, del primero salí por piernas con la inefable colaboración de un taxista, y del segundo, literalmente haciéndome el tonto. Debería decir que tuve muchísima suerte. Aunque no siempre estas anécdotas tienen un final feliz.

Desde la calle del Hospital tirando Ramblas abajo hasta llegar al mar, el asfalto tiene un sabor agridulce. Y es aquí donde el transeúnte temeroso da media vuelta y nunca llega al final del paseo, porque la brisa del mar se funde con la brutalidad de lo humano. Esa brutalidad descarnada que se prende en tu memoria como las agujas de tacón de la prostituta apostada en una esquina. Imágenes fellinianas que me recuerdan que el arte imita a la vida. Perderme en Las Ramblas y sus arterias ha sido durante mucho tiempo y es todavía hoy una de mis vías de escape preferidas. Puedo imaginarme paseando todas las mañanas muy temprano con mi hijo por sus aceras aún medio adormecidas, desperezándose suavemente a la espera de otro agitado día. O muy tarde, de madrugada, saliendo de los ensayos del teatro Romea o el Liceo, sabiendo que a cualquier hora encontraré un periódico de esa mañana que aún no es, o quizá un bar donde poder tomar unas cañas y unos berberechos, a poder ser con salsa. En esos pequeños momentos consigo no pensar en nada o en casi nada.

La Rambla es una ventana abierta a un mundo infinito de posibilidades. Todo es posible porque, como dijo Josep Maria Carandell en su Guía secreta de Barcelona, el paisaje de La Rambla muestra que en su subsuelo histórico se han vivido y soñado toda clase de aventuras. Es difícil encontrar un lugar en el mundo más familiar a todas las sensibilidades.

Y es verdad, como si de un río se tratara, La Rambla arrastra, conduce y amalgama. Resultaría muy fácil pensar que no ha pasado el tiempo y que por sus antiguas cinco puertas desfilaron trabajadores a la espera de ser contratados, vendedores de carne, mesas de juego, terroristas, saltimbanquis... Y hoy desfilan inmigrantes, estatuas vivientes, guiris, trileros, vendedores de lo absurdo... No hay escenario en el mundo donde la gente se apriete con tanta libertad como entre sus puestos de flores, donde se fundan con anarquía lo excéntrico y lo popular, donde la vida permanezca tan poderosa y llena de energía. Sólo en Nueva York he experimentado una sensación parecida.

Nadie puede sentirse forastero, desde el turista ocioso al jubilado, el niño, el enamorado, el chorizo o el poeta. Las Ramblas son como el coro antiguo de una tragedia griega que se ve a sí mismo metamorfoseado y obra como si realmente se viviese en otro cuerpo, con otro carácter.

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La Rambla es la obra de un poeta, "un instante preferido", "un tesoro en imágenes". La Rambla, más poderosa que la vida.

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