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Reportaje:PAISAJES IMPREVISTOS

Boj

Todos los pueblos tienen una silueta emblemática, la que muestran cuando son vistos a distancia desde el acceso que la geografía o la economía han convertido en más transitado. En el caso de El Boixar, su rostro con mayor proyección al mundo, al poco mundo que llega hasta él, es sin duda el que se divisa desde la carretera que viene de La Pobla de Benifassà remontando el valle alto del que El Boixar es cabecera. Sobre una colina se cimentan sus casas, ahora renacidas, reconstruidas en su mayoría, y se amontonan con la clara intención de resguardarse tanto del frío de los mil metros sobre el nivel del mar como de la canícula del corto pero inclemente verano. La piedra de sus muros es la piedra de sus alrededores, por eso la estampa de El Boixar está lejos de cualquier estridencia; evita por completo el espectáculo de la cal, no menos que el de la pintura colorista: sus fachadas son terrosas y apenas discrepan los tejados. En el extremo derecho se alza la iglesia, de piedra igual pero de efecto diferente, pues su volumen menos compacto y su torre airosa rompen con gracia la monocordia de las casas agrupadas. Los pinos que coronan la cumbre del cerro ponen en el otro extremo una fallida intención de simetría.

"Conviene mirar detrás de lo que enseñan las postales. En ocasiones hay más belleza"

Los emblemas, con todo su prestigio, con su cifra de verdad, tan valiosa, no niegan otras realidades. No tienen los emblemas paisajísticos ninguna capacidad para anular el valor de perspectivas que conviven con ellos. En el lado opuesto al de su faz más exhibida, tras su postal, El Boixar guarda un espacio para la admiración de una fronda serena, densa en verdor y penumbra, de la cual, precisamente, ha derivado su propio nombre, haciéndola así más esencial que su máscara urbana.

En esa cara oculta, orientada hacia el norte, se desarrolla una escena vegetal imposible en cualquier otra zona de las tierras valencianas, porque es hija de las exclusivas condiciones climáticas y geológicas conjugadas en la Tinença. El fondo lo compone una mixtura de pinos y carrascas tan asentados en la tierra, tan plenos, como disueltos en el tiempo no sentido de lo que siempre está; hacen el papel de un almacén de sombra en insistente contraste con las rocas, que ostentan un color de estaño negado para el brillo aunque capaz de impregnarse de cierta luz refleja semejante a la que a veces pone el sol sobre la niebla. En los bordes de este boscaje, en pendiente hacia un arroyo, crece una vegetación más matizada. Se engarza allí una joya cambiante, el arce, árbol cuyo verde ahumado da paso al rojo cuando en otoño descubre su auténtica naturaleza: ser un embajador atlántico en montes mediterráneos. Junto a los arces crece el espino albar; a través de su robusto porte arbóreo hablan estas soledades y, otra vez, el tiempo transcurriendo en olvido.

Pero sin duda la presencia decisiva es el boj (boix), la pieza que otorga a este mosaico la consistencia pictórica que tiene. El boj es un arbusto firme, un arbusto que no tiembla, urdido y acorazado como está, sobre madera durísima y dúctil, con hojas que hacen pensar en escamas verdes de lustroso plástico vivificado. El boj rellena huecos, se distribuye en pinceladas espesas de las que brota el estatismo del paraje, una expresiva atmósfera de cuadro superpuesta a lo real para fijarlo.

Conviene mirar detrás de lo que enseñan las postales. En ocasiones hay tanta o más belleza.

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