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VISTO / OÍDO
Columna
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La España ridícula

Leo a Sabino Fernández Campo, que fue como edecán del Rey, y le echó más de una mano según las croniquillas: dice que lo peor de la política actual es que es "ridícula". Creo que la política no iba a ser una excepción en un país ridículo. Cuando digo país, me refiero al público, no al hondo. Ni al particular. Mirar un quiosco, una cartelera, una librería, es un ejercicio de selección para no querer ver el ridículo, en el que incluyo la ignorancia. Es fácil señalar la televisión, porque es "lo último", y en un país tan conservador lo nuevo se ataca (por miedo intelectual a no dominarlo, a la propia ignorancia): pero no creo que la ley del 10% sea peor. Recurro a esta tasación: en una gran librería, un 10% de los libros a la venta son deleznables. En el teatro quizá esa ley se quede corta, por las circunstancias económicas, precarias y oficiales que rodean el viejo arte polvoriento. Puede que España haya sido siempre así: quien mira lo que llamamos mal "la edad de plata" -la de los primeros cincuenta años del XX: creo que es más de oro que el siglo famoso- se dará cuenta de que no es más de un 10% de la vida española. Eso sí, tuvo la ventaja de que no había Ministerio de Cultura, y eso mejora mucho la inteligencia. Sabino conoce la ridiculez de la vida política (ahora) por la televisión: más estúpida por poner una cámara a lo largo del camino. Los peores presentadores de los que los selectos abominan -¡pero los ven!- son más inteligentes, cultos y serios que los concejales de Marbella y muchos de los diputados de Madrid. Y todo lo demás. No es por casualidad. Primero, los triunfadores en la política deben sentir sobre su humildad antigua tanto poder que sus cerebrillos no pueden resistirlo. El dicho de que "el poder corrompe" se refiere a la moral, que ya no puede corromperse porque ha muerto; debía referirse a la condición humana de quien lo ejerce, sobre todo si es absolutista. La corrupción produce poder. ¿Fuimos siempre ridículos? Recuérdese al hombre de la ventanilla de otro tiempo ridículo -como todos: pero que tuvo algunos que lo denunciaron- contado por Larra. A Quevedo, el cojuelo de anteojos mirando los muros de la patria suya; o criticado por quienes, al verle, se llevaban el dedo a la boca o a la frente.

Algo ha cambiado: ahora a los grandes y preciosos ridículos se les ve desnudos. En carrozas, entre oro y terciopelo, atronando con fanfarrias, medio ocultos por los humos del incienso, podían pasar. Vestidos sólo con su bigote, se sabe que son ridículos: y la televisión les ha puesto al desnudo. De donde criticar a la televisión es injusto: tiene un 10% grandioso, y es el que, sin hacer esfuerzo, sólo por darle al motor, nos muestra el ridículo de España, de sur a norte y de este a oeste.

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