¿Izquierda atónita o atónica?
La sorpresa llegó el 21 de abril de 2002. El candidato socialista a las presidenciales francesas, Lionel Jospin, era derrotado en primera vuelta por el candidato de la extrema derecha, Jean Marie Le Pen. Ahora no se trata de profundizar en las razones de la derrota de Jospin. Se trata de examinar el estado clínico, la salud, del Partido Socialista de Jospin.
Hace año y medio, el 21 de abril de 2002, domingo, comenzaron a circular rumores alarmantes entre los amigos. Horas antes de que se cerrara el plazo oficial del escrutinio, al caer la tarde, comenzó a circular la noticia bomba: al parecer, Lionel Jospin iba a ser derrotado por el candidato de la extrema derecha, Le Pen. No quedaría como finalista opuesto a Chirac, en la segunda ronda de la elección presidencial.
Los que le conocemos algo comenzamos a preguntarnos cuál iba a ser la reacción de Jospin ante la derrota, si ésta se confirmaba. No nos sorprendió demasiado que anunciara su retirada de la vida política, porque es una decisión muy coherente con su personalidad austera, su concepción exigente del papel social de un dirigente.
Cohn-Bendit: "Los socialistas tienen que asumir su reformismo sin desesperar a los de Larzac"
Después de la doble sorpresa de Jospin, los socialistas, atónitos, tardaron en reaccionar positivamente
La gestión de la derecha en la reforma y el diálogo oscila entre la brutalidad y la inconsecuencia
Asumir la economía de mercado no va a ser para los socialistas tan fácil como a primera vista puede parecer
No nos sorprendió la decisión, pero nos había sorprendido la derrota, la eliminación del candidato de la izquierda socialista en la primera vuelta del escrutinio. Acerca del resultado final, en el mano a mano con Chirac, inevitable, pronosticado hasta entonces por todos los analistas y sondeos, aunque nadie se atreviera a vaticinar, no parecía imposible la victoria de Jospin: resultaba más bien probable.
Con la condición, pensábamos algunos, pero era sine qua non, de que cambiara radicalmente el estilo y el contenido de la campaña, durante los quince días de plazo entre primera y segunda vuelta.
Y es que, hasta entonces, estilo y contenido de la campaña del candidato socialista habían sido grises, monocordes, sin duda nada demagógicos pero tampoco movilizadores. No pretendo abordar aquí, en esta última carta francesa, ni hay tiempo ni hay lugar para ello, un análisis en profundidad de los errores de la campaña presidencial de Jospin y de sus consejeros. Sólo voy a subrayar un punto, esencial sin embargo.
El partido socialista, en torno a su candidato, defendía un balance. Exponía objetivamente los resultados de su acción contra el paro, de su política de seguridad social, de su lucha contra déficit y disfuncionamientos presupuestarios y financieros, etcétera. Pero defender un balance no es un programa suficiente. Demostrar que las cosas, en líneas generales, han ido bien no basta para convencer de que se pueden hacer mejor. Defender un balance, por muy necesario que sea, es mantenerse orientado hacia el pasado.
Además, en la justificada pero insuficiente defensa de un balance, el partido socialista y su candidato mantuvieron una línea muy estrictamente -estrechamente- nacional. No aparecieron para nada los problemas europeos, de no ser como recurso o latiguillo retórico. No se abordaron las cuestiones de la mundialización.
Campaña presidencialista
Por último, pero es sin duda lo más importante, la campaña presidencial del candidato socialista pareció olvidarse del dato fundamental: de que se trataba precisamente de eso, de una campaña presidencial. O sea, de una campaña en la que el papel personal del candidato, su relación personal con los electores, son factores decisivos.
Se puede estar en desacuerdo con ese aspecto presidencialista del sistema electoral francés, introducido por De Gaulle. Se puede pensar, de acuerdo con el viejo léxico político de Trotski, que ese tipo de elección introduce en el sistema democrático francés un elemento de "bonapartismo" plebiscitario. Pero entonces hay que luchar por modificarlo, por acabar con ciertos aspectos institucionales, constitucionales, de la V República. Ahora bien, si se acepta el sistema tal y como es, si se aplican sus reglas de juego, hay que saber utilizar el carácter personalizado de la elección presidencial. No se puede tan sólo defender un balance, hay que presentar un líder cuya honestidad y seriedad inspiren confianza, cuyo carisma personal augure porvenir.
Pero no se trata ahora de profundizar en las razones de la derrota de Jospin. Se trata de examinar el estado clínico, la salud, del partido socialista de Jospin.
Después de la doble sorpresa -derrota de Jospin, primero, y en segundo lugar, su renuncia a la vida política- los militantes y cuadros del partido socialista, atónitos, tardaron en reaccionar positivamente. O sea, tardaron en rebasar el lamento autocrítico, a veces incluso masoquista, o crítico tan sólo con los demás.
Algunos de los textos polémicos publicados entonces por dirigentes socialistas me recordaban al compañero metalúrgico de mi célula de París, allá por finales de los años cuarenta, el cual me interpelaba de vez en cuando gritando: "Camarada Semprún, te voy a hacer tu autocrítica".
Luego, sin haber alcanzado todavía cotas apreciables de visión del futuro ni de reconstrucción estratégica, volvieron a lo suyo, es decir, a la disensión y al alboroto conceptual. Hubo congreso y éste emitió señales contradictorias. Lo cual es comprensible, porque el partido socialista tiene que elaborar una estrategia que tome en cuenta perspectivas opuestas.
Con su habitual ingenio perspicaz, Daniel Cohn-Bendit ha formulado esa disyuntiva, diciendo que los socialistas tienen "que asumir su reformismo sin desesperar a los de Larzac".
La frase con la cual Cohn-Bendit juega aquí, transformándola inteligentemente, es una de Sartre, recuérdese. Decía uno de los personajes de cierta obra de éste, hace decenios, que no era tolerable "desesperar a Billancourt". El nombre de este lugar del extrarradio obrero de París, donde se alzaban las fábricas de automóviles Renault, era en cierto modo emblemático: fortaleza de la clase obrera, en su vanguardia de especialistas metalúrgicos, Billancourt era epónimo de la clase en su conjunto.
Sustituir el nombre de Billancourt por el de Larzac le permite a Cohn-Bendit subrayar, en un relampagueo de irónica inteligencia, todos los cambios producidos en la sociedad francesa. Ya no se trata de orientarse hacia Billancourt, hacia la clase obrera, cuyo papel histórico ha dejado de ser central -es ése uno de los temas esenciales de estas cartas francesas, ya habrá podido percatarse de ello el atento y amable lector, por cuanto es el dato fundamental, el hilo rojo en la trama del tejido social en Francia- sino de orientarse hacia "los de Larzac". O sea, hacia ese conglomerado social variopinto, heterogéneo, sumamente volátil, y tal vez por esto mismo, explosivo, que reúne todos los descontentos, a la izquierda de la izquierda.
Precisamente en estos últimos días de agosto están celebrando algunos de los grupos que convocaron la manifestación de Larzac sus asambleas de discusión o "universidades de verano". No es exagerado subrayar, como se hace en un editorial del diario Le Monde, la confusión, por no decir la inconsistencia de las tesis programáticas que allí se han estado exponiendo.
No "desesperar a los de Larzac", pues, para seguir con la metáfora de Cohn-Bendit, no quiera decir plegarse a sus balbuceos doctrinales, ni aceptar el simplismo, acaso vetero-leninista, acaso neo-izquierdista, acaso ambas cosas a la vez, del discurso político de sus dirigentes o portavoces. Significa emprender un profundo y largo trabajo de explicación, un debate permanente con miras a reconquistar para la política a los abstencionistas y a los desencantados por las imperfecciones -evidentes, por otra parte- de la democracia parlamentaria.
No va a ser fácil, desde luego. A la pregunta de un periodista que intentaba saber con qué partidos estaría dispuesto a establecer alianzas, aun transitorias, José Bové contestaba hace poco con desprecio: "No tengo vocación para acompañar a los moribundos, ni para cuidarme de los que están en coma profundo". Con un líder populista de semejante calaña va a ser difícil establecer un diálogo constructivo.
El otro punto del conciso y jugoso mensaje de Cohn-Bendit a los socialistas es todavía más importante, cuando les incitaba a "asumir su reformismo".
A primera vista, "asumir su reformismo" debería ser más fácil para los militantes socialistas que "no desesperar a los de Larzac", ya que sólo depende de ellos, porque no interfieren factores exteriores al propio partido.
Además, existe en el partido socialista, desde los años veinte del siglo pasado, desde que se produjo en el Congreso de Tours la escisión provocada por la III Internacional, una tradición teórica de elaboración de programas y de cosmovisiones en abierta oposición con las tesis del leninismo.
Con ser cierto, esto no parece, sin embargo, suficiente. Y es que dicha elaboración socialista autónoma se ha aplicado sobre todo a las cuestiones de las libertades, de la democracia, dentro y fuera de la organización: en el partido y en la sociedad. En el terreno estrictamente económico, la voluntad de diferenciación ha sido menor, más esporádica. Hasta después de la Segunda Guerra Mundial, hasta en líderes tan poco sospechosos de simpatía por el bolchevismo como lo era León Blum, pueden encontrarse formulaciones que insisten sobre la similitud de los programas económicos de los comunistas y los socialistas franceses.
Esto es particularmente visible en la cuestión de la economía de mercado, admitida por los socialistas como mal menor, inevitable, pero sobre la cual -su ausencia, sus límites, sus ventajas, sus peligros- no resulta que hayan sido hasta ahora capaces de elaborar una teoría y una práctica coherentes.
La fórmula del propio Jospin ("sí a la economía de mercado, no a la sociedad de mercado"), demuestra la ambigüedad, la incertidumbre que siguen predominando en este terreno. ¿A quién se le ocurre, aunque sólo haya pasado de puntillas por el marxismo, que pueden separarse tajantemente economía y sociedad, hasta el punto de que el mercado de la una no contamine a la otra?
Asumir su reformismo, por tanto, asumir la economía de mercado en sus aspectos positivos, pero también en los negativos, no va a ser para los socialistas tarea tan obvia y tan fácil como a primera vista puede parecer.
"Asumir su reformismo, no desesperar a los de Larzac", o sea, no desesperar a las masas que se apartan de los partidos de izquierda tradicionales, históricos y que buscan soluciones alternativas al margen de la democracia parlamentaria y que, al hacerlo así, agudizan objetivamente, con el abstencionismo y la alterpolítica, la crisis de la democracia a secas, es frase de Cohn-Bendit que resume inteligentemente la tarea del partido socialista francés.
No va a ser fácil, pero es urgente.
Si el partido socialista no reconquista, en una perspectiva que no puede ser muy lejana, una nueva capacidad de propuesta, de alternativa y de liderazgo social, que rebase las fronteras del serrallo y del aparato, no será posible descartar totalmente la posibilidad de un progresivo estancamiento de la sociedad francesa en luchas sociales estériles, por estar desprovistas de visión o ilusión del futuro.
Palabras de Chirac
De la derecha francesa, hoy, no cabe, en efecto, esperar gran cosa. Su gestión de la reforma y el diálogo -palabras tabuizadas por el presidente Chirac- oscila entre la brutalidad y la inconsecuencia. No parece que pueda despertar entusiasmo ni dinamismo. Lo cual no quiere decir que electoralmente vaya la derecha a quedar inevitablemente en minoría, en elecciones venideras. También la gestión del declive y de la descomposición social pueden ser una tarea histórica.
En ese caso sería premonitoria la imagen terrorífica de estos últimos días: la imagen de centenares de cadáveres de ancianos, muertos como consecuencia de un insólito calor canicular (del cual el gobierno no es responsable, claro está, pero sí lo es de la pésima gestión asistencial de sus previsibles consecuencias), cientos de cadáveres que esperan, en improvisados depósitos mortuorios refrigerados, que sus familias vengan a recogerlos. Pero las familias no se manifiestan: están abandonados, dejados de la mano de una sociedad que ya ni pretende ser solidaria.
Terrible metáfora de un crepúsculo social.
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