Hacia Cedramán
Para llegar a Cedramán hay que recorrer un territorio montañoso que nos hace ganar altura y nos hace perderla, que nos coloca ante panoramas de inabarcable amplitud y nos introduce en rincones de quieta inmediatez y cielo fragmentado. Se llega a Cedramán tras asistir al desarrollo de una ecuación en la cual profundidad, altura, proximidad y lejanía tienen valores semejantes, y de cuya solución nada podemos saber, porque una vez llegados nos percatamos de que allí esos cuatro términos se plantean de nuevo en concentrada fórmula.
Nada más salir de Onda en dirección a Montanejos se evidencia la paulatina elevación de la carretera, y no se inicia un ligero declive hasta las inmediaciones del desvío hacia Fanzara, que se nos impone a la derecha y nos conduce a cruzar un puente sobre el río Mijares para, de inmediato, hacernos entrar en dicha población, a la que rodean unos cerros voluminosos protegidos por pinares ya maduros; en la llanura fluvial que está en lo hondo hay secano y hay huertas. Luego, muy pronto, viene Vallat, mínimo y luminoso. Después la carretera va bordeando la humildad de un embalse nutrido por el río Villahermosa y accedemos a su cauce normal a partir de un puente desde el que, fugazmente si no nos detenemos, puede verse a distancia el pueblo de Toga, apretado, inclinándose para mirar su vega feliz. El río Villahermosa, salvaje desde ahora, será nuestra referencia permanente en el camino hacia Cedramán.
"La amplia terraza entre el pueblo y el río debió ser en tiempo terreno de cultivo"
A Argelita se llega sin dejar de ganar altitud. Es un pueblo blanco, el primero en ser abandonado por los moriscos valencianos en 1609. Desde él, yendo hacia Ludiente, se penetra en un paraje que es pura sorpresa y gozo para los ojos, de esos que han de llamarse espectaculares: un cañón profundo o alto excavado por nuestro río-guía. Sus farallones aéreos, sus rectas paredes rojizas y sus precipitadas laderas son dominio de halcones y de cabras montesas.
Este cañón se transforma, al alcanzar Ludiente, en un circo entre montañas donde caben el pueblo y sus campos de almendros. Inmediatamente, cansada de llanear junto al río, la carretera comienza a trepar. Deja a su izquierda, hundido por el peso de la luz, a orillas de un Villahermosa muy apaciguado, el caserío de La Giraba; y entre pinares siempre, serpentea hacia arriba. Empiezan a verse desde los distintos miradores que la van jalonando las tierras altas de Teruel, azuladas en la lejanía, difusas. Nos acompañan en el único horizonte que se otea hasta Castillo de Villamalefa, otro antiguo enclave morisco, que tiene hoy cierto aire de desolación apenas compensado por el privilegio de su altura.
De nuevo es necesario bajar al río si se quiere poner el pie en Cedramán, y hay que remontarlo por una carretera casi milagrosa para una aldea escondida como ésta, de pocas casas ordenadas en arco sobre la parte media de montes que han sido disparados hacia arriba desde el lecho del Villahermosa más montaraz. La amplia terraza entre el pueblo y el río, ocupada por la libertad de la hierba, debió de ser en tiempos terreno de cultivo. Quedan algunos nogales y un almez oscurísimo. Y el bosque fuerte.
¿Por qué venir hasta aquí? Cedramán ofrece los cuatro elementos de la ecuación del paisaje -profundidad y altura, cercanía y distancia- combinados con aislamiento y mucha mansedumbre. Cosas que se ven y se respiran. ¿No es suficiente motivo?
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