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Tribuna:PIEDRA DE TOQUE
Tribuna
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Con las botas puestas

Mario Vargas Llosa

Estamos tan acostumbrados a leer en la prensa diaria las noticias de atentados terroristas en los cinco continentes, que sus víctimas resbalan ante nuestros ojos como meras cifras, abstracciones descarnadas que apenas retienen nuestra atención unos segundos y desaparecen, sin dejar huellas en la memoria. Hasta que, de pronto, como me ocurrió ayer, con la noticia de la explosión que hizo volar el Hotel Canal, en el barrio de Zeuna de Bagdad, donde funcionaban las Naciones Unidas, los despedazados, mutilados y heridos toman cuerpo, adquieren caras, voces, nombres y su humanidad sangrante y conocida nos enfrenta al horror, a la infinita abyección del terrorismo.

Anoche tuve pesadillas con la imagen de Sergio Vieira de Mello, agonizando cerca de cuatro horas, atrapado entre los escombros de aquella oficina donde conversamos toda una mañana, mientras, con su teléfono móvil, dirigía a la columna de rescate que, entre las ruinas, el humo y las llamas trataba de llegar hasta él (cuando llegó, ya era tarde para salvarlo). Y soñé también con ese cumplido caballero, modelo de militar para la paz, el capitán de navío español Manuel Martín-Oar, que tanto me ayudó los días que estuve en Bagdad y que tanto se afanaba por facilitar el trabajo de las organizaciones humanitarias y de derechos humanos en Irak, otra de las víctimas de las 1.500 toneladas de explosivos que los terroristas hicieron estallar en aquel destartalado edificio donde 300 funcionarios y empleados venidos de medio mundo trabajaban, coordinando la ayuda internacional y el retorno de la soberanía al sufrido pueblo iraquí.

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Todas las personas que conocí en aquella oficina de Vieira de Mello eran magníficas, estaban allí por vocación y todas sabían, empezando por él, que en esa misión iraquí se jugaban la vida a cada instante. Varias de ellas, como la argentina Carolina Larriera -políglota, simpática, servicial, buena lectora- que ha sobrevivido, lo acompañaron en la brillantísima gestión que llevó a cabo en Timor Oriental y todas tomaban con espíritu deportivo y buen humor los tremendos sacrificios que significa vivir en una ciudad sin luz eléctrica y sin agua potable, con temperaturas de infierno y presa del caos. Pero su jefe de gabinete, la inteligente Nadia Younes, egipcia que conocía la problemática del Medio Oriente al dedillo, ya no bromeará más ni lanzará sus roncas carcajadas, a menos que en el otro mundo sea todavía posible el humor a los humanos íntegros y valientes que mueren como ella con las botas puestas. Me alegro, claro está, que el joven Jonathan Prentice, asistente ejecutivo de Vieira de Mello, se salvara, pero me imagino su consternación y su espanto con la matanza y la devastación que ha diezmado esa oficina ejecutiva de la que era parte.

Sergio Vieira de Mello tenía tanto encanto personal que, quienes lo trataban por primera vez, podían confundirlo con uno de esos diplomáticos de salón, pura facha y nada adentro, a los que Jorge Edwards llamó una vez "los tigres del cóctel". En realidad este cincuentón bien hablado, canoso y elegante, que seducía a sus interlocutores de inmediato con su desenvoltura y sus maneras, era un hombre excepcionalmente capaz y preparado -doctorado en filosofía en la Sorbona-, que pasó buena parte de su intensa vida rodeado del horror de las guerras civiles y los genocidios étnicos, las matanzas religiosas y los fanatismos nacionalistas, las hecatombes sociales de los refugiados, los inmigrantes y las minorías perseguidas, trabajando con tanto tesón como astucia y habilidad, para encontrar solución a los más terribles problemas de nuestro tiempo, y, si la solución integral no era posible, por lo menos por aliviarlos y atenuar el sufrimiento y la penuria de esas inmensas masas de víctimas que dejan cada día regadas por el planeta la intolerancia, la estupidez y la ceguera de los fanáticos, dueños de las verdades únicas.

Una media docena de veces estuve con él, en distintas instancias de su carrera, y, cada vez, ya fuera oyéndolo hablar de la guerra civil en Sudán o en Mozambique, de la desintegración del Líbano, de los refugiados en Indochina, del éxodo albanés, de los genocidios en Ruanda, de la guerra y la limpieza étnica en Bosnia-Herzegovina, o la agónica reconstrucción de Timor Oriental en su marcha hacia la independencia, me quedé impresionado con su profundo conocimiento del asunto, la sagacidad de sus análisis, y, acaso, sobre todo, al descubrir que el comercio de toda una vida con las formas más atroces del dolor humano a este funcionario no le había encallecido el corazón, que, por debajo de su riguroso realismo cartesiano y su espíritu pragmático de gran negociador, Sergio Vieira de Mello era un ser sensible, compasivo, a quien a veces, evocando ciertas escenas y episodios de los que había sido testigo presencial, se le quebraba la voz.

"¿No estás cansado ya de tantos horrores?", le pregunté. "¿Por qué has aceptado venir a este merdier?". "No encontré buenos argumentos para negarme", se disculpó, con su eterna sonrisa de oreja a oreja. Llevaba muy pocas semanas en Bagdad, pero, por supuesto, ya tenía el expediente iraquí en la punta de los dedos y durante una hora me desmenuzó con lujo de detalles la complicada trama de tensiones y pugnas entre chíies y sunitas, kurdos y árabes, exiliados y locales, jeques tribales y líderes religiosos y el dédalo de organizaciones terroristas que habían comenzado su trabajo de zapa para impedir la reconstrucción de Irak. Le dije que sabía de muy buena fuente que era él quien había convencido a Paul Bremer, el virrey, de que el Comité de Gobierno iraquí tuviera realmente poderes ejecutivos y no fuera un mero cuerpo asesor de las fuerzas de ocupación. "No lo he convencido del todo todavía", me repuso. "Pero ha hecho algunas concesiones y eso es importante. Porque mientras los iraquíes no tengan la impresión de que son ellos y no los americanos los que dirigen la democratización del país, ésta no saldrá adelante". No era optimista ni pesimista; simplemente, como ya no había marcha atrás, ahora, lo importante, era que la intervención armada -buena o mala- sirviera para mejorar la condición de los iraquíes. Para eso, era indispensable reconstruir la relación entre las Naciones Unidas y los Estados Unidos, tan dañada con motivo de los debates en el Consejo de Seguridad sobre el tema de Irak. Él había conseguido una buena relación de trabajo con Paul Bremer y el enviado del presidente Bush lo consultaba con frecuencia y solía escuchar sus consejos. Pero, para no herir susceptibilidades, me pidió que no dijera una palabra sobre eso y que de ningún modo resaltara su influencia, promesa que cumplí.

La hora siguiente hablamos de Brasil y de Lula, de América Latina, de amigos comunes, de mi hijo Gonzalo que aprendió tanto a su lado en los días trágicos de Sarajevo, de los tesoros salvados del Museo Arqueológico de Irak, del calor agobiante bagdadí. "Es terrible no tener tiempo para leer", se quejaba. "Me traje una maleta de libros pensando que aquí podría ponerme al día con las lecturas atrasadas y la verdad es que trabajo quince horas diarias o más". En verdad, estaba encantado con esta difícilísima misión y se habíazambullido en ella con toda la energía y el entusiasmo indesmayables con que lo había hecho antes en Kosovo, Ruanda, Bosnia, Camboya o Timor Oriental. "Alguna vez tenemos que hablar de literatura", me dijo, al despedirnos. Una conversación que queda definitivamente cancelada, amigo Sergio.

El atentado terrorista que ha destruido el local de las Naciones Unidas en Bagdad, dando muerte a más de veinte personas e hiriendo a más de cien -el más grave de que ha sido víctima la ONU desde su crea-ción- ha merecido ya, como era de esperar, lecturas muy distintas. La más sesgada ideológicamente, desde mi punto de vista, es aquella según la cual este atentado es una demostración del fracaso absoluto de la intervención militar en Irak y de la necesidad de que las fuerzas de ocupación se retiren cuanto antes y devuelvan su independencia al pueblo iraquí. Este aberrante razonamiento presupone que el atentado fue llevado a cabo por "la resistencia", es decir, por los unánimes patriotas iraquíes contra los invasores extranjeros y su símbolo, la organización internacional que legalizó la guerra del Golfo y el embargo. No es así. El atentado fue perpetrado por una de las varias sectas y movimientos dispuestos a provocar el Apocalipsis a fin de impedir que Irak pueda ser en un día cercano un país libre y moderno, regido por leyes democráticas y gobiernos representativos, una perspectiva que con toda justicia aterra y enloquece a los pandilleros asesinos y torturadores de la Mujabarat y a los fedayines de Sadam Husein, a los comandos fundamentalistas de Al Qaeda y de Ansar al Islam y a las brigadas terroristas que envían a Irak los clérigos ultraconservadores de Irán. Todos ellos -unos pocos millares de fanáticos armados, eso sí, de extraordinarios medios de destrucción- saben que si Irak llega a ser una democracia moderna sus días están contados y por eso han desencadenado esa guerra sin cuartel, no contra la ONU o los soldados de la coalición, sino contra el maltratado pueblo iraquí. Dejarles libre el terreno, sería condenar a este pueblo a nuevas décadas de ignominia y dictadura semejantes a las que padecieron bajo la férula del Baaz.

En verdad, ante este crimen y los que vendrán -ahora está claro que las organizaciones humanitarias y de servicio civil han pasado a ser objetivos militares del terror-, la respuesta de la comunidad de países democráticos debería ser multiplicar la ayuda y el apoyo a la reconstrucción y democratización de Irak. Porque en este país se está librando en estos días una batalla cuyo desenlace trasciende las fronteras iraquíes y del Oriente Medio, y abarca todo el vasto dominio de esa civilización por la que han sacrificado sus vidas Sergio Vieira de Mello, el capitán de navío Manuel Martín-Oar, Nadia Younes y tantos héroes anónimos.

© Mario Vargas Llosa, 2003. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SL, 2003.

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