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Columna
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Resistir la tentación

La moción de censura que ha prosperado en el Ayuntamiento de Marbella ha sido un asunto tan turbio y con tanto olor a corrupción que es comprensible que se haya empezado a dar vueltas a la idea de proceder a la disolución de la Corporación y que se haya iniciado la búsqueda del instrumento jurídico que la haga posible.

Es probable que, si se hiciera un sondeo y se les preguntara a los ciudadanos en general, y a los de Marbella en particular, si se debería proceder a la disolución de la Corporación y a la convocatoria de nuevas elecciones, una mayoría se pronunciaría por responder afirmativamente la pregunta. La ausencia de legitimidad del actual equipo de gobierno es tan clamorosa que es difícil que alguien mínimamente decente pueda sentirse representado por él. Entre lo que los ciudadanos votaron el 25 de mayo y lo que está ocurriendo, la distancia es tan enorme que es imposible reconducir la actual fórmula de gobierno a la manifestación de voluntad del cuerpo electoral. Por encima de que sea o no sea Jesús Gil quien sigue moviendo los hilos del Ayuntamiento, lo grave de lo sucedido en Marbella es esta quiebra del principio de legitimidad democrática en el ejercicio del poder.

Lo grave de lo sucedido en Marbella es la quiebra del principio de legitimidad democrática

Porque esto es, sin duda, lo que se ha producido con el triunfo de la moción de censura. El instrumento está previsto en la ley, pero se ha hecho un uso completamente desviado del mismo, que tiene poco que ver con aquello para lo que figura en el ordenamiento. Más que una moción de censura, lo ocurrido en Marbella puede ser calificado como un tirón o un golpe de mano, carente de cualquier explicación de tipo político.

No se puede discutir, por tanto, que la situación generada por el triunfo de la moción de censura es de extraordinaria gravedad. El principio de legitimidad democrática no es cualquier cosa, sino que, como dijo el Tribunal Constitucional en una de sus primeras sentencias, la STC 6/1981, es el principio en el que descansa todo nuestro sistema político y nuestro ordenamiento jurídico. Es el fundamento de la racionalidad en el ejercicio del poder. Sin dicho principio, la convivencia se desliza o hacia el autoritarismo o hacia el caos.

Es, en consecuencia, lógico que, ante esta situación de extraordinaria gravedad, se hayan encendido todas las luces de alarma y que se haya empezado a contemplar el recurso a medidas excepcionales, como es la disolución de la Corporación y la convocatoria de nuevas elecciones.

Pienso, sin embargo, que la tentación de recurrir a esa medida tiene que ser resistida. Al menos en este momento.

Ante todo, porque creo que no se dan ahora mismo los supuestos de hecho previstos en el artículo 61 de la Ley de Bases de Régimen Local para poder adoptar la decisión de disolver la Corporación. El supuesto que se contempla en dicho artículo es prácticamente el mismo que se contempla en el artículo 155 de la Constitución para que se pueda proceder a la suspensión del ejercicio del derecho a la autonomía por una nacionalidad o región constituida en comunidad autónoma. No contempla, pues, únicamente una situación excepcional, sino una situación que ponga además en cierta medida en cuestión el modelo territorial del Estado. Por eso, la decisión tiene que se adoptada por el Gobierno previo pronunciamiento del Senado. No creo que lo que está ocurriendo en Marbella encaje dentro de lo previsto en la ley, por muy flexible que se fuera en la interpretación de la misma. Es cierto que existen dudas muy serias sobre la legitimidad de origen del equipo de gobierno nacido de la moción de censura, pero no puede existir todavía ninguna sobre su legitimidad de ejercicio, que es lo único que puede desencadenar la aplicación del artículo 61 de la LBRL. En nuestro ordenamiento, tras la declaración de inconstitucionalidad del artículo 11.7 de la Ley de Elecciones Locales de 1979 (STC 5/1983), no disponemos de ningún instrumento para controlar la legitimidad de origen en las corporaciones locales. Únicamente se puede controlar la legitimidad de ejercicio cuando se dan circunstancias extremas. Eso es lo que contempla el artículo 61 para las corporaciones locales de la misma manera que lo hace el artículo 155 CE para las comunidades autónomas. El equipo surgido de la moción de censura sólo puede ser juzgado jurídicamente por lo que haga a partir de este momento, no por la forma en que ha llegado al poder. El juicio sobre su legitimidad de origen es un juicio político que sólo podrán hacerlo los ciudadanos en su día, esto es, en la próxima convocatoria electoral.

Desde una perspectiva pedagógica, tampoco sería bueno que se procediera a la disolución de la Corporación. Los ciudadanos de Marbella tienen que aprender que no existen respuestas fáciles a problemas complejos y que elegir políticos populistas como Jesús Gil acaba teniendo unos costes muy altos. Tienen que aprender que ellos son los titulares del poder y que lo administran mediante el ejercicio del derecho de sufragio. Sin su voto, Jesús Gil no sería nada. Y con su voto, se ha convertido en una célula cancerígena que se reproduce sin control. Ahí están Isabel García Marcos y Carlos Fernández como prueba.

Esta pedagogía, que sin duda es dolorosa, es esencial en una sociedad democrática. Los ciudadanos tienen que saber que son responsables de sus decisiones políticas de la misma manera que los son de sus decisiones privadas. El paternalismo que supondría acudir en este momento a la disolución de la Corporación municipal podría acabar siendo un remedio peor que la enfermedad. Los ciudadanos de Marbella son tan mayores de edad como los demás y tienen que resolver sus propios problemas.

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