El actor y su público
Unos textos a través de los cuales se perfila el pensamiento de Hannah Arendt sobre la política y la facultad de juzgar como elemento decisivo sobre el que apoyar su verosimilitud.
La obra de Hannah Arendt se ha construido mediante un fructífero ir y venir de la teoría a la práctica y viceversa. Venía de la más resuelta filosofía teórica de su tiempo (Husserl, Heidegger, Jaspers) cuando tuvo que irse de Alemania a causa de la persecución nazi, y ello dio lugar a un singular libro sobre el totalitarismo que, como muchos otros de sus escritos, tiene el raro carácter de una intervención pública del pensamiento filosófico sobre un asunto que la historia puso bruscamente en el orden del día. A su vez, muchas de estas intervenciones públicas forzaron a Arendt a regresar a la teoría en soberbios ensayos sobre la educación, la política, la violencia o la revolución, sistematizados por primera vez en La condición humana. Poco a poco, este complejo trayecto fue conduciéndola a una obra que tendría que haber contenido su testamento filosófico y que se llamaría La vida del espíritu. El capítulo final y, en cierto modo, resolutivo de este libro se proponía discutir el tema en el cual desembocaba todo su pensamiento, especialmente tras la redacción de La banalidad del mal, su libro más polémico; este tema no es otro que el de la pregunta por la capacidad que los seres humanos tienen para juzgar sus propias obras y las de los demás en la arena de la historia. Pero, por un sarcasmo de esa misma historia, murió cuando de ese "tercer capítulo" de su último libro sólo había mecanografiado una página y, en ella, casi nada más que el título (El Juicio). El contenido de ese texto puede ser razonablemente conjeturado acudiendo a las notas de los cursos y seminarios impartidos por Arendt en aquellas mismas fechas, lo principal de los cuales se contiene en estas Conferencias sobre la filosofía política de Kant. A pesar de su carácter de esbozo, se trata de una obra renovadora de la lectura de Kant, que nos descubre una "filosofía política", por así decirlo, extraoficialmente kantiana, que no se confunde con su "filosofía moral" y que, como nosotros hemos de hacer con lo que Hannah Arendt no llegó a escribir, ella tiene que imaginar a partir de "opúsculos" ocasionales del filósofo, tan similares a sus propios "escritos de intervención", y de la Crítica del Juicio. A través de esta investigación surge el limpio perfil del pensamiento de la autora, que pone a la política en su centro y a la facultad de juzgar como el elemento decisivo sobre el cual apoyar su verosimilitud.
CONFERENCIAS SOBRE LA FILOSOFÍA POLÍTICA DE KANT
Hannah Arendt
Traducción de Carmen Corral
Introducción y estudio de Ronald Beiner
Paidós. Barcelona, 2003
270 páginas. 16 euros
Expresado en pocas pala
bras, diríamos que un ser mortal sólo puede llegar a decir o a hacer efectivamente algo si, al enunciar sus palabras o al emprender su acción, es capaz de imaginar el punto de vista del otro sin el cual lo dicho no llegará a tener sentido ni lo hecho adquirirá la consistencia de una acción. Y lo decisivo del asunto es que ese otro cuyo punto de vista se ha de imaginar no puede ser "uno de los nuestros", sino exacta y literalmente cualquier otro, un poco a la manera en que quien compone una ficción dramática tiene que imaginar a los espectadores que han de recibirla porque, sin ellos, la obra no llegará a ser obra ni a ser la obra que quiere ser; y esta búsqueda no puede concebirse como un test de audiencia, sino que ha de anticipar la mirada de cualquier otro en ese patio de butacas a oscuras y lleno de un público invisible, poniéndose en el lugar en el cual no puede estar. Nada podríamos pensar ni hacer si no imaginamos a esos otros, y sólo el hacerlo nos permite ampliar nuestras miras más allá de nosotros mismos y de los nuestros. No puede ocultarse que esta doctrina comporta un aspecto trágico: el actor (o el autor) no descubrirá qué obra ha escrito hasta el día del estreno, cuando el éxito o el fracaso ya se hayan producido y él ya no pueda hacer nada para cambiarlo. En esta suerte de "primado del público" se percibe, además del constante esfuerzo de Arendt por la defensa del espacio público, el homenaje último que una pensadora de la acción rinde a la teoría la mirada de un espectador que juzga imparcialmente, una vez purificada de su confusión con una visión divina "desde ninguna parte".
Difícilmente se imaginaría
una lectura más apropiada para un tiempo como el nuestro que ha sustituido el aprobado por el "progresa adecuadamente" y el suspenso por el "necesita mejorar"", que ha hecho suya la letanía "yo no soy quién para juzgar", con la cual ora hacemos gala de nuestra condición de "no implicados", ora de nuestro deseo de no implicarnos. Cuando nos sentimos urgidos, nos excusamos: no es que no queramos juzgar, es que no podemos hacerlo, porque nos faltan, en este tiempo de desorientación, los elementos de juicio y los criterios. Hemos olvidado que juzgar no es aplicar mecánicamente un criterio suministrado desde un púlpito, un trono o un despacho, sino disponer de la libertad para y estar dispuesto a correr el riesgo de formarse un criterio y discriminar los elementos de juicio. Al ejercicio de esta facultad es a lo que, primero los griegos y luego Kant, llamaron "mayoría de edad"; y al aprendizaje que pone a los hombres en situación de adultos llamaron aquéllos paideia y este último ilustración. No es que no queramos, en efecto, es que no sabemos (la facultad de juicio no puede nunca extinguirse del todo, pero sí atrofiarse gravemente). Y quien no sabe distinguir lo verdadero de lo falso, quien es incapaz de discriminar el bien y el mal o de discernir la belleza del horror no puede dar un paso sin tutores. Una sociedad sin juicio, como sabía perfectamente Hannah Arendt, no puede ser más que un parque temático para la diversión de súbditos infantilizados. Por eso mantuvo obstinadamente, contra buena parte del gusto contemporáneo y a costa de ganarse la reputación de "conservadora", no solamente la necesidad de reconocer esta facultad como la más humana de las propiedades del hombre, sino también como una responsabilidad ineludible sin cuya práctica la realidad corre el riesgo de vaciarse de sentido.
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