De la aguada berberisca al arte del fogón
A los piratas de antaño, los especuladores de hogaño: Altea siempre bajo el punto de mira del saqueo. Si antaño, los berberiscos hacían la aguada para sus naves, en el Algar, y ya puestos capturaban alguna doncella o músculos adiestrados en la faena, hogaño, constructoras e inmobiliarias se han deglutido el litoral y la entrepierna de la sierra de Bèrnia, que es de una orografía púdica, aromática y mágica, y lo han evacuado en un urbanismo de picaresca y maletín rumbo al paraíso; si antaño, el Algar era un río de caudales; hogaño, es un río de efectos especiales; si antaño, Altea se despobló de tan temibles incursiones; hogaño, Altea, a ras de la N-332, es un enjambre de criaturas y el monóxido de carbono, su destino. El paseante ha subido hasta la iglesia parroquial, para descubrirle la pasmosa identidad a la villa, siquiera en algún residuo arqueológico o en las calles apacibles, espaciosas y pinas. "Sólo quedan unos paños de muralla y apenas ni se ven", le confía un amigo, que se lo conoce, pero al dedo. Y allí, hubo "un castillo con dos cañones, un recinto murado con tres portales y tres torreones. Y a su alrededor, cuatro arrabales: el del Mar, el de Bellaguarda, el del Fornet y el de les Foietes". A finales del XVIII, Altea contaba con un vecindario de 1.150 almas, y los piratas berberiscos, espantados, largaron velas y se fueron a hacer gárgaras y aguada a otra parte. A mediados del XIX, las 1.116 casas de "piedra y yeso", que se contaban en la villa "ocuparon toda la falda oriental de la colina, adquiriendo forma triangular, con la base paralela al mar". Tan cerca, que un golpe de gregal lo sacaba, ola a ola, por la calle de Sant Pere, en el barrio de los pescadores.
"Y allí, hubo un castillo con dos cañones, un recinto murado con tres portales"
"Allí Julio Iglesias, Lladró y Ballester perpetran una melé de apartamentos"
El paseante no guarda memoria estadística del último tercio del XX, pero si de la amistad. Por entonces, los vecinos y los que ya eran como vecinos, aun sin necesidad de escribir su nombre en el padrón, cuidaban las casas, el callejero y todo el pueblo, tal y como era, y le respetaban su aire y su estatura de vigía. El paseante acudía al estudio del pintor Pepe Azorín y contemplaba sus palomas ensogadas y la sutil contraseña de sus manos. O acudía al estudio del pintor Toni Miró, donde un día posó, junto a Ovidi Montllor, para los apuntes de una serie sobre la tortura. Y el Ovidi le decía: "Tu, un poc més fort", pero el paseante no tenía ni el desparpajo ni el tino de los grises para molerle los riñones, por muy de mentiras que fuera. O acudía a donde Antonio Gades y Pepa Flores para que le contaran lo de la película de maquis, en la que andaban liados. O saludaba a Fina Llácer o a Alfonso Saura o a tantos. Ahora, queda el casco antiguo, porque a ras de la N-332, la especulación, ha ensombrecido hasta Casa Gadea, construyendo en medio de su acceso una atrocidad disuasoria y simétrica: allí Julio Iglesias, Lladró y Ballester perpetran una melé de apartamentos. Otro maletín al paraíso.
De camino a l´Olla, al paseante aún le queda el refugio de El Cranc. El Cranc es un chiringuito de clientela, donde el arte del fogón es principio de toda sabiduría. Pepa y Barranquí conocen el aceite virgen y sus efectos, el boquerón fresco y recién frito, la berenjena y el pimiento asados con estrambote, el calamar en salsa de alejandrinos, los sepionets con tinta de escribir crónicas, la ensalada de tomate, atún, algunos cronopios y más famas, porque por aquel escenario natural, van y vienen, ministros y expresidentes y exconsejeros y excompositores, plásticos, periodistas, escritores, actores. El arte del fogón y de la conversación, uno y vario, porque son muchos los tertulianos, en ese mundo pinturero, de ajetreos y encuentros, donde la mesa es la dieta y el chipirón, el Mediterráneo revelado y en su punto de sal.
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