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Reportaje:ESCENARIOS URBANOS

El humo

A los pies de la Serra d'Espadà, a espaldas de Nules, La Vilavella tiene ese aire de plácida comunidad rural, con un horizonte ubérrimo de naranjales desastrosamente interrumpido por las grandes carreteras. Aquí he visto a algunos de los representantes más conspicuos de la pequeña burguesía naranjera, tipos forrados con tierra en las uñas que hablan moviendo rítmicamente las manos, y que siempre tienen a punto una palabra más alta que otra para asegurarse con su estridencia que nadie ose discutir su eficacia como capataces. La Vilavella, en efecto, es un pueblo estrictamente conservador, donde cada cuatro años lo único que se dirime en profundidad es qué porcentaje de votos se llevarán respectivamente el Partido Popular y Unión Valenciana. Todo huele aquí a agrio e impávido (o, si ustedes lo prefieren, a azahar y poder).

"Todo huele aquí a agrio e impávido (o, si ustedes lo prefieren, a azahar y poder)"
"Es un pincel fabuloso que pinta el espacio, una pluma que escribe con su tinta invisible"

La Vilavella es para mí, sin embargo, un paisaje de fondo al volante de un coche. Casi todos los días hábiles, cuando voy al trabajo, realizo el mismo recorrido. Entre Les Alqueries y La Vall d'Uixó, el nuevo trazado de la N-340 evita Nules y, acercándose a La Vilavella, atraviesa majestuosamente la apoteosis cítrica que es el paisaje característico de La Plana. Al desviar hace pocos años la carretera, sobreelevándola para poder hacerla penetrable, han creado un promontorio fugaz desde donde se puede observar el contraste amable entre el verde civilizado y la emergencia cárdena de la Serra d'Espadà, que parece el costillar de un saurio tendido y petrificado. A la altura de La Vilavella, muy pronto, si el día es claro, se ve el humo. Es primero una presencia insidiosa y vertical, a lo lejos, a la derecha. La Vilavella es un pueblo abigarrado, pegado a la montaña, literalmente mordiéndola -como delata la presencia fea de una antigua cantera-. Bruscamente, la N-340 da una vuelta hacia la derecha e impulsa el automóvil directo hacia las montañas. El humo, entonces, se ve claramente: son dos -a veces tres- chimeneas que emiten constantemente vapor de agua y la empresa que lo provoca se llama Stylnul. Josep Lluís Abad, ilustre vilavellero, me confirma ese extremo, aunque no sabe explicarme por qué una azulejera emite esa cantidad de vapor de agua. Cuando se lo he preguntado me ha ofrecido una de sus traviesas sonrisas, se ha encogido de hombros y ha hecho cara de acatar, divertido, el orden de los grandes misterios mecánicos del mundo.

Es el caso que veo ese humo casi cada día, normalmente a primera hora de la mañana, a veces por la tarde o al anochecer. Su textura cambia cada día. Cuando los vientos se arremolinan y lo empujan desde arriba, la masa blanca se vuelve apaisada y la fábrica parece convertirse, por un momento, en un fluvial barco de vapor. En días calmados, el humo se planta recto como un cirio y parece una veleta señalando un cielo sereno. Otras veces el viento juega con él y lo ahueca; entonces parece aquel dulce algodonoso de las ferias.

También la época del año lo modifica sustancialmente. En noviembre, cuando el día se acorta, a las cinco de la tarde comienza a adquirir una densidad irreal, al situarse el sol a su espalda, como una naranja incandescente. Con el crepúsculo casi amortizado, una hora más tarde, es una masa desbaratada que a veces el viento tumba hacia el norte cansinamente, deshilachándolo. Entonces se convierte en una corriente fantasmagórica, casi vencida, pero obstinada en recortarse en el azul cárdeno del cielo a punto de ser devorado por la noche.

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Muchos días me he sorprendido a mí mismo esperando esta visión. Es un pincel fabuloso que pinta el espacio, una pluma que escribe con su tinta invisible. Cada día. Llueva o haga sol. Con nubes o sin. Es vapor de agua, inofensivo, risible. Pero no cesa de retar al mundo, de asaltar literalmente los cielos. Por algún motivo, me siento aludido en lo más íntimo.

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