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Repensar los conceptos políticos y su historia

Después de más de una década dominada por los fantasmas de fragmentación e incertidumbre que acompañaron a la tan manoseada crisis de la historia, en este comienzo de siglo varias tendencias historiográficas pugnan por abrirse camino en el escenario internacional. Entre ellas, sin duda una de las más prometedoras es la llamada historia de los conceptos.

Su virtualidad para desarraigar viejos prejuicios de la historiografía, así como su capacidad probada para favorecer un diálogo fecundo entre distintas tradiciones académicas, para tender puentes entre disciplinas, y para promover investigaciones comparativas e historias cruzadas entre diversos países y contextos suponen otras tantas ventajas en esta carrera por habilitar nuevas vías para el saber histórico.

Todo relato histórico es una construcción discursiva de esa realidad pasada, más que una simple traslación de los hechos en sí
En realidad, el estudio de la historia nunca ha sido ajeno a los problemas relacionados con el lenguaje

La reescritura de la historia, señaló hace tiempo Reinhart Koselleck, suele basarse en tres procedimientos: nuevas fuentes, nuevas maneras de leerlas, y nuevos ángulos de interpretación. Ni que decir tiene que es esta última vía, el cambio de perspectiva metodológica, la estrategia más potente de innovación. Y, en la medida en que sus postulados se sitúan inequívocamente en el tercer grado de esta escala de potencia heurística creciente, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que la historia de los conceptos constituye una herramienta poderosa de renovación historiográfica.

La celebración del V Congreso del History of Political and Social Concepts Group (HPSCG), que se celebró a finales de junio y principios de julio pasados en Vitoria y en Bilbao, organizado por el Instituto de Historia Social Valentín de Foronda, en el que han tomado parte más de un centenar de investigadores venidos de todo el mundo, ha ofrecido la oportunidad a un amplio sector de la Universidad española de acercarse al análisis de los lenguajes políticos, y aplicar esta metodología a una serie de conceptos clave como sociedad civil, Estado, liberalismo, pueblo, opinión pública, ciudadanía o intelectual.

Conviene advertir que un concepto político-social, desde la perspectiva empírica que aquí nos interesa, tiene poco que ver con el sentido filosófico que suele darse habitualmente a este término. Lejos de apuntar a una suerte de idea platónica, inmutable e intemporal, que podría ser "contemplada" y "manejada" por los observadores de todas las épocas, los conceptos a que nos referimos se presentan históricamente incardinados en contextos intelectuales y sociales concretos, casi siempre conflictivos.

Hablamos, en suma, de aquellas nociones socialmente controvertidas, impuras y contingentes, abiertas siempre a la polémica y a la redefinición, cuya importancia crucial estriba en su capacidad para moldear las experiencias de los individuos y de los grupos, y también para diseñar y construir el futuro.

En realidad, el estudio de la historia nunca ha sido ajeno a los problemas relacionados con el lenguaje. No en vano, como subrayaba recientemente Hayden White, la historia crítica y la crítica histórica nacieron de la conciencia de una brecha difícil de salvar entre los sucesos históricos y el lenguaje usado para representarlos (ya sea por los actores contemporáneos que los vivieron, ya por los historiadores que tratan de reconstruirlos e interpretarlos ulteriormente). En el fondo, es esa misma conciencia de la distancia inevitable entre los hechos y el lenguaje la fuente común de donde surge tanto la historia de los conceptos, como el reconocimiento de que todo relato histórico es una construcción discursiva de esa realidad pasada, más que una simple traslación de los hechos en sí.

La duplicidad de enfoques apuntada (de la que se ocupó hace un siglo magistralmente Max Weber) autoriza una doble aproximación al pasado: de un lado, se trataría de reconstruir el significado de los conceptos en el lenguaje de las fuentes, lo que idealmente nos permitiría identificarnos con el punto de vista de los coetáneos de los hechos analizados; una segunda tarea historiográfica se esforzaría en someter el pasado a nuestro propio vocabulario y utillaje conceptual con el fin de intentar comprenderlo de una manera más próxima a nuestras preocupaciones e intereses.

La frontera entre esas dos maneras de estudiar la historia es, sin embargo, sumamente porosa, lo que con frecuencia hace difícil mantener separados ambos planos. En efecto, al ser el aparato analítico-conceptual comúnmente utilizado en historia y en ciencias sociales producto de una larga gestación histórica, a menudo los historiadores confundimos ambas perspectivas y proyectamos inadvertidamente nuestros propios filtros categoriales sobre el material histórico, prestando a los sujetos del pasado lenguajes, propósitos o visiones del mundo que estaban muy lejos de albergar.

Aunque sólo fuera por alertarnos contra el riesgo de tales anacronismos y prolepsis, la historia de los conceptos estaría ya ampliamente justificada. Sin embargo, las aportaciones de algunos de sus más eminentes cultivadores, sin embargo, van mucho más allá.

Estratégicamente situada en el cruce entre historia, lenguaje y política, esta especialidad no es en absoluto ajena a los problemas de nuestro mundi actual. Ya sea analizando, como suele hacerlo Quentin Skinner, las discontinuidades político-intelectuales entre el pasado y el presente con el fin de subrayar por contraste la relevancia paradójica de algunos conceptos periclitados -por ejemplo, la noción neo-romana de libertad, que ha venido a cuestionar la tradicional dicotomía berliniana libertad negativa/libertad positiva- en el debate contemporáneo, ya sea insistiendo, como lo hace Pierre Rosanvallon, en que la democracia no simplemente tiene una historia, sino que es una historia, pues su configuración actual consiste en una acumulación de experiencias, tanteos y controversias que es necesario conocer para sondear la profundidad de algunas aporías políticas de nuestro tiempo.

Es útil también, por tanto, para repensar un cuadro conceptual en buena medida agotado y refundar así una nueva política (U. Beck), así como para denunciar las perversiones de la semántica política por parte de los lenguajes totalitarios (pensemos en el testimonio ejemplar de Victor Klemperer en La lengua del Tercer Reich, o, por referirnos a un fenómeno más próximo en el espacio y en el tiempo, en la manipulación sistemática de los conceptos que efectúan cotidianamente entre nosotros los sectores más intransigentes del nacionalismo vasco, en sus dos versiones, el violento y el institucional).

Diríamos en fin que, como se puso de manifiesto durante el último encuentro de Vitoria/Bilbao, la historia de los conceptos puede ser vista esencialmente de dos maneras. O bien como una revolución epistemológica en el estudio del pensamiento político -no sólo de su historia- que habría invertido las relaciones entre ideosistemas y acción, dando prioridad como factor explicativo a la política práctica sobre los principios teóricos (K. Palonen), o bien, más modestamente, como una subdisciplina especializada en el estudio histórico de los conceptos y de los discursos (M. Richter).

Sea como fuere, estamos convencidos de que la historia política, la historia socio-cultural, y las ciencias políticas y sociales en general tienen mucho que ganar prestando oídos a los trabajos de un Skinner o de un Koselleck. Imprescindible "ciencia auxiliar" o paradigma teórico alternativo, no es difícil augurar que la historia conceptual tiene por delante un brillante y despejado futuro.

Javier Fernández Sebastián, catedrático de Historia del Pensamiento Político en la Universidad del País Vasco-Euskal Herriko Unibertsitatea (UPV-EHU), ha sido organizador del V Congreso Internacional de Historia de los Conceptos (Vitoria/Bilbao, 30 junio-2 julio 2003) y ha codirigido, junto con Juan Francisco Fuentes, el Diccionario político y social de la España del siglo XIX (Madrid, Alianza, 2002).

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