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A pie de obra | TEATRO
Columna
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Jerry Springer The Opera (II)

Marcos Ordóñez

Uno. Resumen del capítulo anterior: dos semidesconocidos, Richard Thomas y Stewart Lee, se alzan con el superéxito de la temporada en Londres, Jerry Springer The Opera, aupados por Nicholas Hytner, el nuevo director del National Theatre. Críticas morrocotudas, llenos diarios, bofetadas para conseguir una localidad, Broadway ofrece muchimillones, stop. Ahora me toca contarles lo que vi, para que corran a reservar sus entradas. La primera parte del espectáculo pasa en la tierra y la segunda en el infierno. O, mejor dicho, la primera en el infierno local y la segunda unos cuantos pisos más abajo. Infierno local: estamos en el estudio televisivo de The Jerry Springer Show, una reconstrucción idéntica, con los rascacielos de Chicago al fondo. Va a comenzar el espectáculo. La audiencia, espoleada por el Animador (David Bedella, sublime) que suele precalentar al personal en este tipo de programas, se muere de ganas de ver a Jerry, su ídolo, y olfatea el perfume de la culpa y la humillación pública. El número ¡Bring On the Losers! retumba, majestuoso como una coral de Bach. Resulta evidente que la única diferencia entre los perdedores es que unos están delante de la cámara y los otros a los lados: todos visten y se peinan y sienten igual, y vienen del mismo vientre de la América Profunda. Aparece Jerry Springer (Michael Brandon, clon perfecto), un hombre untuoso, con gafas pasadas de moda y aspecto de abogaducho de provincias, que es recibido como si se tratara de un cruce entre el Santo Padre y la reencarnación de Johnny Carson. Pese a su apabullante aura de seguridad, Jerry tiene problemas de conciencia, encarnada en un ángel ("mi walkiria interior") que aparece de cuando en cuando para hacerle reflexionar sobre su identidad. ¿Quién eres, Jerry? ¿Un farsante que trafica con lo peor de cada casa o un sumo sacerdote que cada lunes por la noche ofrece al país una catarsis colectiva?

A propósito de Jerry Springer The Opera, el musical que triunfa en Londres

No hay tiempo para reflexionar, porque ya entra Dwight (Benjamin Lake), y necesita urgentemente decirle a su novia, Peaches (Loré Lixenburg), que ha cometido adulterio (el vibrante I've Been Seeing Someone Else, puro Sondheim) no sólo con su mejor amiga, Zandra (Vald Aviks), sino también con Tremont (Andrew Bevis), un transexual que reivindica su condición en la desafiante A Chick With A Dick With A Heart. Esta noche, señoras y señores, también tendremos otro bonito triángulo, el de Montel (Willis Morgan), un fetichista coprofílico que proclama I Just Wanna Poop My Pants, su novia, Andrea (Sally Bourne), y su amiga, la enigmática Baby Jane (de nuevo Loré Lixenburg), interpretando, en un momento único, mágico, la balada más pegadiza del musical: This is my Jerry Springer moment. Y he aquí a una pareja con problemas: Shawntel (Alison Jiear), un ama de casa que anhela desesperadamente ser bailarina de strip-tease ("I don't give a fuck no more / if people think I'm a whore") y topa con la oposición de su marido, Chucky (Marcus Cunningham), un sureño afiliado al Ku Klux Klan. Lo mejor de Jerry Springer The Opera es que va mucho más allá de la parodia o la simple sátira social: a través del canto y la música (es decir, de la emoción) hace que sintamos como cercanas y reconocibles las extremas debilidades de los personajes, su ansia de celebridad y confesión, sus secretas perversiones. La primera parte acaba con un número digno de Mel Brooks: veinte encapuchados del Ku Klux Klan irrumpen en el estudio y bailan un claqué frenético mientras al fondo arde una cruz y, ¡bang! Jerry Springer cae al suelo con un balazo en el estómago. Titulares: ¿quién mató, en directo, a Jerry Springer?

Dos. La segunda parte es un auto sacramental onírico. Ahora los del Klan son veinte enfermeras que cantan y rodean a Jerry que, en su silla de ruedas, medita: "Debe de ser la medicación". Hacen su entrada los pálidos fantasmas de los participantes en el show: todos han muerto, por suicidio o asesinato, y culpan a Jerry. Estamos en el limbo, y aquí todos tienen su contrafigura. El Animador se ha convertido en Satán. Viste de rojo, baila como Sammy Davies y canta como Little Richard. Ha venido a llevarse a Jerry al infierno para organizar un nuevo show y "convertir el caos en armonía". Jerry protesta: "No puedo ir al infierno, soy judío. Y estoy bajo contrato". Satán está harto de tener tan mala prensa y de haber perdido el paraíso. Quiere que Jesucristo, "ese quejica exhibicionista", se disculpe públicamente. Jerry protesta: "Yo no resuelvo problemas, sólo los televiso". Montel es ahora Jesús, Chucky es Adán, Shawntel es Eva. Comparece la Virgen María y cuenta su caso: "Fui violada por un ángel". Jesucristo, abucheado por una audiencia de condenados, reconoce ser "un poquito gay". La confrontación entre Cristo y Satán (Talk to the Stigmata) recuerda el oratorio del Mesías de Haendel. Dwight, vestido de blanco, inmenso como Orson Welles, desciende en un gran columpio: Es Dios Padre, que canta la balada country It Ain't Easy Being Me. Baby Jane, como Eurídice, impide que Satán se lleve para siempre a Jerry: "No le culpéis, tan sólo ha colocado un espejo ante todos nosotros". En su discurso final, el presentador toma prestados los versos de The Marriage of Heaven and Hell, de William Blake: "Energy is pure delight / nothing is wrong and nothing is right / and everything that lives is holy", que remata con "and in conclusion, fuck you!". Suena el disparo que cerró el primer acto. Su cuerpo sigue tendido en el suelo. ¿Ha muerto realmente? ¿Nunca más volveremos a verle? Grand Finale: el escenario se llena de diez, veinte, treinta Springers -la compañía al completo- bailando otro excelso número de claqué. Mensaje: todos somos Jerry. Suenan trompetas celestiales, se vacía la escena, se abre un agujero en el suelo y aparece, renacido, con el alma impoluta, el único, el incomparable Jerry Springer, dispuesto a hacerse cargo otra vez de su exitosísimo programa. Ovación y vuelta al ruedo.

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