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Columna
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Los poderes del ojo

Resulta tópico hablar del poder de la imagen en el mundo contemporáneo. Hemos hecho del ojo el órgano sensorial por excelencia, de tal manera que su control y dominio son hoy fundamentales para situarnos en el mundo y sobrevivir en él. También para amar. Eros, el dios cegado, ya no entiende de feromonas, sino que juega con un mazo de imágenes. No queremos oler, sino que queremos ser bien vistos y mejor mirados, y el más natural de los sentidos, el olfato, ha sido desplazado de escena por el más artificial de ellos, la vista. De ahí que las invocaciones a la naturaleza del cardenal Ratzinger para condenar la homosexualidad nos resulten chocantes, si no incomprensibles. En el proceso de civilización todo juega a favor del artificio, a favor del ojo, a favor de la libertad en definitiva. Frente a la fatalidad del olfato, el ojo elige, se deja seducir, incluso engañar. El ojo fija una dramaturgia de la individualidad que escapa a los determinismos naturales, a los impulsos genéricos, a las necesidades de la especie. Y curiosamente, la Iglesia es una de las instituciones que más ha contribuido a esa liberación del individuo ante la naturaleza, aunque se cuide siempre mucho de presentar todas sus decisiones como acordes con ésta.

Cuando el cristianismo eleva al individuo como sujeto de amor -y lo hace de manera radical- atenta contra los procesos naturales que supeditan toda relación a las necesidades reproductivas vinculadas a la supervivencia de un grupo, de una tribu, de una comunidad. En función de esas necesidades, la institucionalización de lo natural -y, por lo tanto, su inmediata desnaturalización- estaría más acorde con la poligamia que con la monogamia estricta que la Iglesia demanda a sus fieles. Los machos más dotados -en aquellos valores que su comunidad considera prioritarios para su supervivencia- se repartirían las mujeres, con el fin de tener una descendencia nutrida y bien capacitada. La institución de la poligamia lleva ya aparejada una selección que marginaría a algunos machos de las actividades reproductivas o que les dificultaría el acceso a ellas, machos que se verían condenados a buscarse satisfacciones de otra índole, seguramente no muy bien vistas, pero sí consentidas.

Vemos, pues, que la poligamia y las prácticas homosexuales -no la homosexualidad- se hallan más próximas al estado de naturaleza que la monogamia heterosexual, o para ser más precisos, son más propias de sociedades organizadas en función de necesidades reproductivas vinculadas a su supervivencia. La lucha de la Iglesia contra la poligamia y sus sucedáneos -como el adulterio- ha sido frontal a lo largo de los siglos en su empeño por convertir a un ser polígamo en un ser monógamo. Es posible que esa lucha haya estado vinculada a estrategias de poder, pero no quiero hacer hincapié en sus aspectos represivos, sino en sus lados positivos. La individuación del ser amoroso, de la persona amada, es el básico y primordial de todos ellos. Una relación fundada en el afecto y la valoración del otro, más allá de toda necesidad reproductiva supeditada al grupo o a la especie, supone una ruptura radical, un atentado contra todas las pautas naturales que ordenaban las relaciones entre los sexos en el seno de las sociedades. Es tan antinatural como la defensa que hace la Iglesia de la castidad, de la soltería en suma, un estado reprobado en todas las sociedades, más propio de marginados que de personas integradas -y hay que leer a Kafka, que quería ser soltero, para conocer lo cercanas que nos son en el tiempo las angustias de la soltería-.

Pero la individuación del ser amoroso introduce sus tensiones, sobre todo con vistas a las necesidades genéricas, a la reproducción de los seres humanos. El amor ha dejado de tener esa finalidad como prioritaria, salvo que insistamos en ella y le creemos una contrafigura: el pecado nefando, la homosexualidad. Pueda ser que ésta, no los actos homosexuales sino la homosexualidad entendida como identidad ontológica, sea una creación del cristianismo. Creación en un doble sentido: porque la individuación del ser amoroso más allá de toda necesidad reproductiva propicia la libertad de elección del objeto amoroso, y porque la necesidad de orientar esa individuación hacia finalidades reproductivas lleva a la Iglesia a definir el contramodelo, a generarlo y a reprobarlo.

No es pues extraño que los homosexuales, como buenos hijos de la cristiandad, traten de institucionalizar sus relaciones en su seno. Y la Iglesia no debe abandonarlos.

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