Lo que Orlandina vio
Convengamos con toda naturalidad que al mundo no le afecta nuestra contemplación. Ni lo mineral ni lo vivo quedan alterados en su naturaleza porque nosotros posemos nuestros ojos sobre ellos. Aceptemos que lo real no nos necesita. A nosotros, en cambio, sí nos afecta -y lo hace de maneras diversas- la visión de los rostros múltiples del mundo. Mirar, por ejemplo, un paisaje cuyo rango de contemplación sabemos con certeza que se mantiene muy bajo, ha de producirnos una agradable sensación de descubrimiento, semejante a la que acompaña a los regalos o a un azar favorable. Existen esos rincones paisajísticos sobre los cuales se ha depositado a lo largo del tiempo un número escaso de miradas. Son especialmente atrayentes y no siempre exóticos. El que circunda a la aldea de Venta Gaeta, perteneciente al municipio valenciano de Cortes de Pallás, es uno de ellos.
"Venta Gaeta permanece arropada por chopos luminosos y chopos sombríos"
Los trajineros que antaño comerciaban entre la Castilla manchega y las tierras interiores de Valencia establecieron uno de sus puntos de descanso en Venta Gaeta. Asentada a orillas de una rambla, la aldea tiene a su espalda la masa trapezoide y boscosa de la Muela de Albéitar, cuya pendiente finalmente se rinde a sus pies diminutos; y ante ella la vertiente sur de la Sierra de Martés, una serie de montañas olvidadas que se encrestan en grandes escalones rocosos de un gris sólo gris, arisco cuando los cambios de luz intentan alcanzarlo con brochazos de azul o de malva. Por la media circunferencia intermedia, casi llana, quedan extendidos los campos de labor y pastoreo del pueblo. El paraje, bien mirado, recuerda bastante a un anfiteatro del cual las gradas son los roquedos escalonados de Martés y el escenario es la llanura y Albéitar es su frontal. En un rincón de la escena, Venta Gaeta permanece arropada por chopos luminosos y por chopos sombríos.
Nunca pasó mucha gente por aquí. Tampoco hoy. De vez en cuando, vehículos locales recorren la estrecha carretera hacia el este o hacia el oeste. Sus habitantes han debido de contarse en el pasado, como ahora, con unas cuantas decenas. Han sido siempre pocos, aunque no insignificantes, los ojos que han mirado estos montes, estos campos de avena, de olivos y de almendros, y que han mirado los pinos que trepan desde las faldas de Martés, deshilachados por el viento.
Algunos de sus dueños reposan en el mínimo camposanto levantado en el centro de la tierra trabajada. Cuatro soberbios cipreses flanquean el portón de reja y de cerrojo sin candado. En su interior, a pesar de sus dimensiones, aún hay sitio sobrante -tal vez ya lo haya siempre- para tumbas y nichos. Humildes las cruces de piedra, relucientes las lápidas oscuras. De los nombres que fueron escritos se desprende un aroma muy viejo de hogares en penumbra, de intemperie campesina, de misas y de femenino rubor en la carne: Dativo, Leongino, Lisardo, Isidoro, Natalio, Leontina, Librada, Arsenio, Virgilia, Ubaldo, Orlandina...
Continúan bajo el mismo día y la misma noche que los albergara vivos en este paisaje escueto. Orlandina vería la mies dispuesta para la siega, que sigue aquí; vería la niebla del otoño despeñada en las paredes de la sierra, igual que ahora; vería la combinación de luz virulenta, verdes cambiantes, tierra amarilla y alto color plomo, que perdura. Todo lo que contempla el visitante con una sensación de inesperado hallazgo.
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