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Reportaje:MI RINCÓN FAVORITO

Hablemos

Me gusta la sintonía de los anuncios de La Caixa. Esa que dice: "La Caixa de tooots" (y que cualquier día veremos convertida en "la Caixa de tots i toootes", gracias a la corrección política). ¡Qué caramba!, es verdad. La Caixa es de todos. Y mía también. Para algo tengo una libreta y una tarjeta de débito, y les domicilio mis ingresos atípicos de trabajadora autónoma. Por eso, si en este periódico me piden que escoja un lugar emblemático de Barcelona para recomendarles, no me quedo con La Rambla -a pesar de sus mimos y carteristas-, ni con la poética plaza de Sant Felip Neri, ni con el bar Ideal (más que nada es que ese lugar ya lo recomendé el verano pasado, y el otro). Escojo las torres negras de La Caixa, sede del imperio. Porque, si todo lo que rodea a La Caixa es hermoso, todo lo que está en su interior todavía lo es más: el dinero.

Contemplar esos dos edificios magníficos, por no decir majestuosos, es para mí un placer mayor que contemplar La Pedrera, la Sagrada Familia o el rincón de la Polinesia de Port Aventura. Viendo las torres negras de La Caixa comprendo a Stendhal. Admirar las dos torres me produce siempre un escalofrío de placer económico, y por eso, en cuanto puedo hago un agujero en mi apretada agenda y me acerco a sus pies. Cojo el metro y me bajo en Maria Cristina. Al salir me dirijo al lugar de siempre. Suelo sentarme, melancólica, en el banco de madera oscura que hay junto a la entrada de El Corte Inglés. Observo la cabina de la ONCE que hay en la puerta, de color azul, a conjunto con la estrella. Observo la estatua dorada y roja que no se sabe qué es pero que preside la entrada, y observo al señor del paso de cebra que vende los kleenex comprados en El Corte Inglés. Lo hago para desconectar, vamos. Ver esos 13 pisos por torre más azotea, que imagino atestados de dinero, me relaja. Ver esas ventanas divididas en tres partes, por las que los hombres que domicilian nuestras nóminas o nuestro paro ven pasar los coches, me electriza. Es un ejercicio que les recomiendo. Miren fijamente las torres, inspiren, espiren e imaginen todos los billetes de 100 euros que contienen. Podría pasarme horas calculando cuántos modelos me compraría si yo también fuese accionista y a cuántas copas podría invitar a mis amistades.

La sensación se refuerza, porque a mis espaldas noto el aliento de otro imperio: el de la editorial Planeta. ¿Cuántas veces habré soñado que salgo de esa editorial con un cheque en blanco en la mano, atravieso la Diagonal y voy a ingresarlo ipso facto en las oficinas de las torres negras? En mi alocada cabeza, me veo a mí misma como a la protagonista de Nuestra Señora de los váteres inmaculados, de J. P. Donleavy, cuando acaba de heredar y el banquero le dice que tiene una limusina a su disposición para regresar a casa, porque no va a permitir que vuelva en transporte público. ¿Cuántas cajas fuertes debe de haber? ¿Cuantos empleados están destinados, diariamente, a contar billetes? ¿Son blindados los cristales oscuros?

Encima del edificio hay dos logotipos gigantes de La Caixa que recorren, lentamente, todo el perímetro de la azotea. Nunca dejas de verlos, porque cuando uno desaparece el otro ya aparece. Los logotipos tardan un minuto y medio en completar una vuelta. Viéndolos, no me canso de repetir, mentalmente, el eslogan de La Caixa. En mi cabeza resuena la voz masculina del anuncio. Esa que dice: "Hablemos". Que sepan que lo estoy deseando.

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