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Sólo el 7% de los 403.532 extranjeros de la capital es de la UE

Las colonias más numerosas son la francesa, la italiana y la portuguesa

"Llevo 25 años en Madrid y me encantan las tapas, la vida nocturna y toda esta movida que no existe en ningún otro país", asegura Herman, un profesor de alemán de 50 años. Él es uno de los 30.000 ciudadanos de países de la Unión Europea empadronados en la capital. Los comunitarios suponen el 7% de los 403.532 extranjeros inscritos. Franceses, italianos, portugueses y alemanes son los más numerosos.

Françoise, de 51 años, llegó a Madrid hace 28 tras enamorarse de un español. "Tenía tal sed de conocer la cultura y las costumbres de aquí que casi me olvido de Francia", relata. Madrid y su gente atraen y retienen, y el de Françoise no es el único caso. Otra francesa, Emmanuelle, explica: "En Estados Unidos conocí a un español con el que empecé a salir. Al final de mi estancia en tierras americanas decidí mudarme a su país para mejorar mi castellano, era una manera de decirme a mí misma que no venía sólo por él. Nuestra relación duró ocho años y a pesar de la ruptura me quedé en España".

La procedencia de países con un poder adquisitivo igual o superior al de los españoles, -la mayoría de los 6.758 franceses, 6.641 italianos, 3.819 alemanes y 3.815 británicos asentados en Madrid- ha facilitado la integración de los mismos.

No sufren de los estereotipos negativos que vinculan la inmigración al aumento del paro y la inseguridad. La mayoría no llegó en busca de un futuro digno, tal y como hacen cientos de miles de trabajadores de zonas en vías de desarrollo, sino atraídos por la calidad de vida de la capital. Les empujaron más razones personales que económicas.

La ciudadanía suele ver con mejores ojos, haciendo caso al tópico, a los comunitarios que a los árabes o latinoamericanos. Françoise lo vio claro cuando una vecina se le quejó de la "llegada masiva de inmigrantes al barrio" sin percatarse de que ella procede también de un país diferente.

Y lo cierto es que la situación de los inmigrantes comunitarios es, legal y socialmente, mucho más ventajosa que la de los de otros países ajenos al Tratado de la Unión. La mayoría de los comunitarios tiene una estabilidad social y económica, no pertenecen a la categoría de trabajadores explotados, no sufren el racismo y pocos son los casos de xenofobia.

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Además, los acuerdos de la Unión Europea permiten, desde 2001, que sus súbditos se presenten a oposiciones o concursos para trabajar como funcionarios en cualquiera de los países miembros. Tampoco precisan un permiso de residencia (el mayor quebradero de cabeza de los inmigrantes económicos) desde el decreto aprobado el 27 de febrero de 2003.

La existencia de escuelas e instituciones como el Liceo Francés o el Instituto Goethe, que favorecen y promocionan la cultura y el idioma de estos países, también ayuda a que sus ciudadanos sean aceptados, reconocidos y deseados.

Pero pese a esas indudables ventajas, los comunitarios también tienen a veces que hacer esfuerzos para adaptarse a la vida española. Por ejemplo, a Françoise, que llegó a España hace casi tres décadas, le extrañaron las diferencias de educación que existían entre hombres y mujeres. "Me chocaba que cuando organizábamos una cena de parejas al final todas las mujeres se fueran a la cocina mientras los hombres se quedaban charlando en el comedor", recuerda.

No se sienten rechazados pero tampoco españoles. Son conscientes de su condición de extranjeros. "Estoy adaptado pero nunca seré español. Me siento menos inteligente que en Inglaterra por culpa del idioma", resalta Mark.

Raffaela, una italiana de 25 años llegada a España como estudiante Erasmus y empleada ahora en una ONG, decidió sumergirse cuanto antes en la vida madrileña. "Opté por relacionarme sólo con españoles porque es la única manera de integrarte. Me eché un novio de aquí y me iba de copas con sus amigos. Anotaba las expresiones que no entendía y todos los días leía el periódico buscando después las palabras desconocidas; mi español mejoró enseguida", explica.

Pero las barreras no suelen ser sólo idiomáticas. "Para conocer los referentes culturales de mis amigos leí los clásicos de la literatura española, compré los discos que ellos cantaban con nostalgia y me vi los vídeos de La bola de cristal", explica esta italiana, que considera que sus esfuerzos para adaptarse han valido la pena.

Ni de aquí ni de allí

Raffaela explica que cuando vuelve a Italia sus compatriotas le dicen que habla ya muy mal en su idioma. "La verdad es que cometo muchos fallos gramaticales y de ortografía. En Italia me llaman la española y aquí la italiana", asegura, creyéndose en tierra de nadie.

Monika se siente más alemana desde que reside en España. "Antes no tenía conciencia de pertenecer a una nación, pero al vivir en el extranjero he desarrollado una especie de sentimiento patriótico y me sorprendo defendiendo a Alemania en algunas discusiones, algo que nunca hubiera hecho antes. Sin embargo, cuando regreso a mi país me siento distinta de los demás. Tengo la impresión de ser un soldado rojo en un juego en el cual todos son negros", asegura.

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