Telepodrida
El buen gusto del director de Telemadrid había hecho desaparecer de su parrilla un programa muy cutre de auténtica telebasura, pero al cumplir ahora con su deber de servicio público y transmitir los interrogatorios sobre la trama antidemocrática se ha encontrado sin pretenderlo con un programa basurero de aceptación popular, en cuyos contenidos no entraron los programadores porque la obscenidad política se lo dio todo hecho. No me extraña, en consecuencia, que, debido al éxito de este telepodrido programa, que pudo titularse La Asamblea, subiera la audiencia de la tele autonómica. Tamayo mostró en él una doble habilidad: dar el tipo de esos ex maridos de famosa que se empeñan en desacreditar sin pudor a su antigua familia, y aguantan el chorreo del cónclave del programa, y convertirse al tiempo en comentarista por su cuenta de una realidad sórdida y a veces inventada. Su compañera de programa, Teresa Sáez, mostró todos los atributos de esas ganapanes que acuden a la tele a reclamar a sus amantes, resisten el rapapolvo de los fustigadores del espectáculo y acaban sacando los orinales de sus vidas íntimas. Así que cuando pensábamos que iba a entrar en un alegato desinteresado contra los despidos, pudimos entrar en el cotilleo y saber que a su marido, un administrativo, lo habían dejado sin empleo en el PSOE. Acabáramos. Desde ese momento, sus motivaciones ideológicas me quedaron más claras y no me pareció este asunto del despido un impulso pequeño para decidirla a un nuevo socialismo. Atrevida aventura ésta que Sáez tradujo enseguida en pesetas: se arriesga con su empeño por servirnos a perder las cuatrocientas mil de la colocación de la Asamblea para, si no recibe ayudas, quedarse en un sueldo de poco más de cien mil. La bienpagá llevó sus cuentas hechas a un programa en el que conocimos otras menudencias: que los aparcamientos de la Asamblea le han servido para guardar como un tesoro un monovolumen, retirado con diligencia antes de perpetrar su crimen, y que entre sus incapacidades se halla la de no saber conducir. Tampoco el presentador del programa, llamado presidente de comisión, condujo con equilibrio el espectáculo, pero no resultó por eso menos idóneo: cumplió con las reglas de los presentadores de la telebasura que contribuyen, por lo general, a fomentar la divertida confusión y el guirigay y suelen ponerse del lado de los invitados. Bien es verdad que para proteger a éstos y ayudarles a defenderse tuvo esta telepodrida un entrevistador de lujo en el portavoz del PP, Antonio Beteta. No hay nada que pueda dar más alivio en un plató que la comprensión que Tamayo y Sáez recibieron de esta estrella. Pero el que redondeó la estética del producto y su valor pedagógico fue el invitado José Luis Balbás, dechado de campechanía que quiso alegrar con aire de taberna el sarao de la telepodrida. Beteta se complació de coincidir con él en que no había trama, sino un partido guarro al que poner en pelotas para que La Asamblea cumpliera con el papel que la productora PP le había asignado. Sin embargo, para avergonzar al PSOE bastaba con oír a Balbás, sus chascarrillos, sus lugares comunes, sus compadreos y sus tacos. No comprendo cómo una señora tan fina como Cristina Alberdi ha podido convivir con esto tanto tiempo, calladita, y no se ha marchado antes a su casa y sin sueldo. Con ver a Balbás bastaba para conocer cierta intimidad de la familia socialista madrileña y no desear que te inviten a un café. Pero el silencio de Bravo, constructor del PP, fue una de las más brillantes aportaciones de los populares a la búsqueda de la verdad, aunque enfadara de pronto a Beteta para, ofuscado, proclamar el valor ético de la palabra frente al silencio sospechoso. Menos mal que lo corrigieron enseguida desde la cabina de realización del programa, en la calle Génova, porque amenazaba La Asamblea con convertirse en otra cosa. De modo que Beteta corrigió y agradeció a su compañero de partido en la construcción lo concreto que había sido no diciendo nada, que es la manera del PP de afrontar su realidad, y Madrid todo se descojonó de risa. Esa desvergonzada incongruencia convirtió a La Asamblea en un programa de humor, que Beteta llamó farsa con urgencia antes de que lo llamaran farsante a él. Apagué la tele y abrí las ventanas: Madrid seguía hediendo. La farsa tiene más grandeza, y el circo, con sus animales tan decentes y con la lírica de sus payasos, no merece ser comparado con la asquerosa cloaca en que los golpistas siguen convirtiendo un Parlamento.
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