El bosque de la Alhambra
Nunca he podido descubrir el origen de la creencia, repetida hasta la saciedad en libros y guías, de que fueron los duques de Wellington quienes plantaron los famosos olmos de la Alhambra. Aunque bien es verdad que al primero de ellos, sir Arthur Wellesley, el de la Guerra de la Independencia, se le regaló una extensa finca en la Vega de Granada, el hombre nunca se dignó visitar estos pagos. Difícilmente, pues, podía haber sido el responsable de tal iniciativa. Tampoco consta que sus sucesores, que sí vinieron a Granada a tomar posesión de lo suyo, se ocuparan de poblar con dicha especie las laderas de la honda barranquera que separa la Colina Roja del Cerro del Mauror. Sea como fuera, los olmos, víctimas de la plaga que en Inglaterra no ha dejado en pie ni uno, casi han desaparecido ya del bosque de la Alhambra, protagonizada ahora por los castaños de Indias.
Puesto que no todo anda mal en el mundo, tampoco en España, hay que decir que, pese a la pérdida de sus olmos, la floresta alhambreña no ha gozado en muchas décadas de la lozanía que ostenta hoy en día. El nuevo acceso al recinto nazarí, desde la Ronda Sur, ha sido un innegable éxito. Ya no suben por la Cuesta de Gomérez los coches particulares, ni los autobuses que, llenos de turistas, rozaban a veces los lados de la noble Puerta de las Granadas y llenaban de humo, mugre y ruido un espacio hecho para un silencio -así lo entendía Manuel de Falla-, sólo contrapunteado por el canto de los ruiseñores y la callada música de fuentes y acequias.
Richard Ford conoció a un médico granadino que le confesó que no se solía atrever con la subida a la Alhambra porque "le cogía muy cansado". Da pena evocar el caso del renuente galeno, ya que, al margen de romanticismos y tópicos, estamos ante uno de los parajes más hermosos y más sugerentes del mundo. No lo dudaba, un tórrido agosto de 1843, Théophile Gautier, quien, al conocer la maravillosa frescura del bosque, con el agua que manaba, chorreaba, brincaba y susurraba por doquier, proclamó que se trataba ni más ni menos que de un auténtico paraíso terrenal.
Hay que celebrar, pues, su recuperación, así como la implacable guerra emprendida por los responsables de la Alhambra contra el tráfico rodado. Poder acudir a este bosque tan verde, agobiado por el calor de un agosto acaso aún más caluroso que el de Gautier es ya todo un privilegio. Pero mucho más al no tener que soportar las estridencias de coches y motos que hoy degradan las calles del mundo y no sólo las españolas. Bajo una frondosidad tan espesa que, como en el poema de Garcilaso, apenas deja paso al sol, me he sentado, agradecido, a contemplar una vez más el soberbio Pilar de Carlos Quinto, con sus mascarones y su inscripción imperial. Daba gusto saber que, para los menos lánguidos, esperaban a dos pasos los palacios musulmanes. Así como el encanto de la mínima calle Real de la Alhambra, de tantos recuerdos literarios y artísticos. Entre ellos el del empedernido bebedor Malcolm Lowry, quien, como queda reflejado en Bajo el volcán, allí encontró, cuando menos lo esperaba, la bendición del amor.
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