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Recuperar la ilusión

Nada más finalizar la Segunda Guerra Mundial, se abre un amplio debate entre estudiosos de ambos lados del océano a través del cual se intentaba perfilar y precisar el meollo del significado de la democracia y, con ello, obtener alguna explicación sobre las causas de su fracaso en países tales como Alemania e Italia, en los que había sido superada, incluso ideológicamente, por las doctrinas totalitarias. ¿Cuál era, en qué consistía la misma esencia de la democracia?, se había preguntado años antes el mismo Kelsen en un conocido libro. No se olvide que por entonces (años treinta y siguientes) el fascismo llegaba como una "superación" de lo existente. Era "lo moderno", que venía a sustituir, salvadoramente, de los males de liberalismo y marxismo, la crisis del sistema de partidos o el "inútil y trasnochado" parlamentarismo. Precisamente en este punto de barrer lo que había y de ofrecer una verdad política nueva e intocable posiblemente estuvo la explicación de su ancha extensión y de su rápido ascenso. Y, terminado el trágico evento, cómo había que entender la clave salvadora del régimen democrático.

Entre los científicos de la política norteamericanos las respuestas fueron numerosas e imposibles de sintetizar en estos párrafos. Pero, en general (Berelson, V. O. Key, Lipset, etcétera), la tendencia ha sido a reducir el concepto a su aspecto de puro método. Democracia significa posibilidad estructural de recambio de élites mediante sufragio. Mientras esta posibilidad permanezca, el sistema nada tiene que temer. Y no hace falta más. Se sabe que los líderes han tenido que recorrer un camino, muchas veces nada limpio, hasta ser proclamados candidatos. Se sabe de las influencias, presiones, compras y ventas por parte de las grandes empresas. Si se sigue el juego, se puede ser ferviente partidario de la pena de muerte o lo contrario. Defensor de la integración racial o lo contrario. Discriminador de las minorías o lo contrario. Todo da igual. Lo importante está en el temporal recambio de líderes. A mi entender, lo peor de esta visión es cuando intenta ser implantada en países en los que la organización tribal no permite elegir nada más que entre otros dos grandes demonios: el hambre o el sida. Pero éste es otro cantar.

A esta visión tan reducida al método contestaron pronto pensadores europeos (franceses a la cabeza) convirtiendo el método en mucho más. Ser demócrata consiste en sumar al método una extensa gama de valores. Primacía del diálogo, aceptación del carácter relativo de la verdad política, absoluto respeto al discrepante (que no es nunca el enemigo), aceptación del distinto y de lo distinto, etcétera. De esta forma la democracia se convierte en una especie de credo político que se aprende y asimila a lo largo de toda la vida. Nadie nace demócrata: se hace demócrata. Y ello en la familia, en la escuela, en el grupo de juego, en el partido. Todo un proceso de socialización política que es justamente lo que permite augurar larga vida al régimen establecido. Casi se sacraliza tanto a la democracia cuanto a su inseparable sufragio universal. Y si no es así, puede haber democracia, pero no demócratas. Es decir, puede existir el entramado jurídico-político correspondiente (desde una Constitución hasta decenas de autonomías), pero como un entramado llamado a flotar entre masas de no creyentes y, por ende, débil y sin garantía de continuidad. La propia estabilidad del régimen necesita, para perdurar, de la permanente ilusión de todos, no únicamente de los líderes.

Pues bien, cuando veinticinco años más tarde nos asomamos al panorama político español, me parece que caben pocas dudas de que, aunque subsista el método, se está perdiendo a grandes velocidades la ilusión. Me asustaba no poco el decirlo. Pero hace ya algún tiempo que se viene denunciando la partitocracia, la debilidad del Parlamento como situs en el que se fabrica la verdad política y hasta la debilidad de nuestra división de poderes. En páginas de este mismo diario leo, en el mismo día, que Javier Tusell afirma que somos "una democracia de baja calidad"; Jiménez Villarejo va más allá y nos advierte de que nuestro actual Estado de Derecho está en descomposición, y, en fin, para cuantos creen en la juventucracia, el director de la Real Academia Española, García de la Concha, nos "ilusiona" así sobre lo que viene: "El bajísimo nivel de capacidad de expresión de los jóvenes es un problema lingüístico, cívico y social". Es decir, político.

Hemos tenido momentos de gran ilusión. El consenso general para la transición, la buena imagen del papel del Rey, el feliz desenlace de un nefasto 23 de febrero o nuestra propia entrada en la Unión Europea. España parecía salir de lustros y lustros de aislacionismo, si bien nunca nos ha sido posible abortar la hispánica creencia de que "dábamos lecciones al mundo". Pero, en fin, esto era lo de menos: el mundo no nos hacía ni pajolero caso y en paz. Cada uno ha transitado como ha podido y ha establecido su propio estilo de democracia. La patente de su posesión la han dado siempre intereses ajenos. El Chile de Allende era malo porque nacionalizaba, y el México del PRI era democracia "estable" a pesar de su generalizada corrupción. Ya sabemos quién dicta el veredicto.

Pero hoy, veinticinco años después de nuestra Constitución, el escenario es muy diferente. Los partidos han impuesto su total hegemonía (¿cuántos de ellos practican la democracia interna que les requiere la misma Constitución?), las listas cerradas y bloqueadas eliminan la ilusión del votante, cuya voluntad se tuerce luego por pactos y tránsfugas, el sistema de cuotas para elegir cargos es puro mercadeo, la férrea disciplina de voto y el imperio del grupo parlamentario convierten al Parlamento en mero eco de lo previsto, los sindicatos están en todas partes mediante la figura de sus "liberados", la imagen del país a lo que más se parece es a un gran juzgado plagado de querellas de unos contra otros, la mediocridad reina por doquier (desde la Universidad a los medios de comunicación) y un extensísimo etcétera más que está vivo en cuantos quieran verlo. Y, para borrar cualquier ápice de esperanza, nuestra juventud, en su mayoría, ha abrazado con sumo cariño la ideología de la globalización: compre, consuma, compre, consuma.

Ante esto, y mucho más, no resulta extraña la pérdida de ilusión. Como tampoco la peligrosa sustitución del Parlamento por la calle como intento de legitimación. Y las consecuencias me parecen harto preocupantes. A veces la autodefinición de anarquistas por parte de muchos intelectuales a quienes la actual democracia no hace el menor caso, ni dentro ni fuera de los partidos. A veces la abstención, todavía peligrosa en un sistema que sigue necesitando del apoyo de los ciudadanos. A veces la estéril llamada a la "democracia de la codecisión" que se ha fletado precisamente para despertar la creencia de que la opinión del ciudadano "sirve para algo". Y a veces, en fin, la no menos peligrosa aparición de la nostalgia. Porque sabido es que no se puede caminar desde la nostalgia y que de ella únicamente se recuerda lo bueno. O lo menos malo. Da igual. El temor está ahí y poco se hace para su definitiva desaparición.

Manuel Ramírez es catedrático de Derecho Político de la Universidad de Zaragoza. Gran Cruz de Alfonso X el Sabio

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