El fuego
Otra vez el fuego. De un año a otro se nos olvidan sus devastadores efectos sobre los bosques de la región y la amnesia es casi total si pasamos una temporada completa sin sufrir un gran siniestro. Apenas recordamos ya aquel espantoso incendio que arrasó decenas y decenas de hectáreas en Somosierra o la catástrofe ecológica que supuso, hace tan sólo cuatro años, la incineración del monte Abantos. Es posible que nuestra mente haya borrado igualmente de la memoria aquellos incendios que asolaron las fresnedas y robledales del municipio de Bustarviejo y cuyos focos presentaban una sospechosa coincidencia con el trazado de la línea de ferrocarril a Burgos. Lo más probable es que todos los siniestros cuyas terribles imágenes estremecieron un día nuestras pupilas hayan sido hábilmente recicladas por ese grupo de neuronas que tratan de hacernos la vida más agradable. Podemos incluso dejarnos arrastrar por la creencia de que los gruesos troncos que fenecieron ardiendo como una tea restablecen su fortaleza en seis o siete años y que, en una década, el bosque vuelve a su antiguo esplendor. Eso ocurre cuando el espacio afectado por el fuego es monte bajo y las llamas calcinan matojos o matorrales, pero no en las masas boscosas. Hay que dejar pasar dos generaciones para asistir a la recuperación de un quejigal o un sabinar como los que vimos arder hace años en el municipio de Rascafría. Conviene tener muy presente la verdadera dimensión del desastre, porque la temporada actual es, para los especialistas, una de las que presentan perfiles más peligrosos.
Y es que este año han confluido las peores circunstancias climatológicas posibles para incrementar el riesgo de incendios forestales. Las generosas lluvias de primavera que tanto celebramos por la espectacular crecida que produjeron en los embalses, las mismas que regaron los campos en el momento óptimo para el éxito de las cosechas y el lustre de los jardines, esas espléndidas precipitaciones elevaron hasta un metro la altura de los hierbajos que otras temporadas no levantaron más de un palmo. Luego vinieron los tremendos golpes de calor de mayo y junio que agostaron prematuramente la capa vegetal hasta convertirla en una alfombra de paja. La fuerza y espesura de la maleza han complicado extraordinariamente las labores de limpieza en los bosques, y en algunas zonas bastaron después un par de chaparrones para que la hierba ya segada volviera a crecer en los cortafuegos. Una simple chispa puede desatar la combustión en el manto de estopa y la fuente de calor será a su vez suficientemente intensa para prender los troncos y las copas arbóreas. Ni que decir tiene que con este escenario de alto riesgo todas las precauciones son pocas. Cuando vemos los devastadores efectos de un incendio en el monte tendemos a imaginar que fue provocado por un psicópata pirómano o algún canalla sin escrúpulos. Haberlos, desde luego que los hay, pero la inmensa mayoría de los siniestros tienen su origen en una pequeña negligencia o descuido y probablemente muchos de los que causan el desastre ni siquiera sabrán que fueron la causa del mismo. Desde la colilla a medio apagar arrojada por la ventanilla de un vehículo hasta los rescoldos mal sofocados de una barbacoa, pasando por un simple trozo de vidrio que puede producir el efecto lupa, la gama de causas aparentemente menores de desgracias mayores es de lo más variada. La única forma de conjurar el siniestro en origen es concienciar a la ciudadanía sobre la necesidad de extremar las precauciones y también de la importancia que tiene su colaboración. Una llamada rápida a los teléfonos de emergencia cuando observan restos humeantes o la actitud sospechosa de alguien que juega con fuego puede evitar una tragedia.
En la lucha contra los incendios forestales la clave es el tiempo. Si hay que destacar un acierto de las autoridades regionales en este campo ha sido el de reducir al mínimo el tiempo de respuesta extendiendo la red de ojeadores que alerten de inmediato y disponer de helicópteros capaces de soltar en minutos su carga de agua sobre las primeras llamas. Esta guerra es cara, pero ganarla evita daños medioambientalmente tan cuantiosos que los recursos que inviertan en prevención resultan extraordinariamente rentables. Este año, más que nunca, todos contra el fuego.
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