Tránsfuga
Decidió comprarse un perro. Los objetos de la casa no estaban acostumbrados al incordio de una vida nueva, impertinente, mal educada, y decidieron protestar. La casa prefería defender su abandono de siempre, las tardes llenas de luces apagadas y silencios, los ruidos de las cañerías deambulando de habitación en habitación sin encontrar a nadie, los vasos abandonados sobre cualquier mueble, el desorden que pasa de un día a otro como la herencia de un tiempo seco, de una respiración casi inexistente. Porque hay un tipo de desorden que nace del movimiento y cubre los lugares más secretos con las huellas de una realidad apresurada, acumuladora. Algunas casas soportan los restos de las fiestas, las prisas de los horarios laborales, el desahogo de los niños. Pero otras casas sufren el desorden por culpa de la nada, por la acumulación de soledades, cosas y sombras que no están en su sitio porque alguien las utilizó una vez, y las dejó encima de una silla, y ahí hicieron su nido, fermentando lejos de su lugar, sin que nadie las necesite, sin molestar a nadie. Los objetos de aquella casa estaban acostumbrados al desorden de las habitaciones deshabitadas, y decidieron protestar cuando el perro entró por la puerta. El primer día se rompió un vaso que guardaba un resto de whisky como se guarda una flor marchita. El segundo día se partió en mil pedazos un jarrón que soportaba una flor marchita como se soportan los restos de whisky. El tercer día se suicidó la princesa de porcelana, cansada de una cursilería incompatible con los sobresaltos. Al cuarto día los objetos empezaron a calmarse y no hubo más bajas. Habían aceptado la presencia del perro. La casa se conmovió al comprobar la compañía que un animal puede hacerle a su dueño, un animal tendido a los pies en las horas de soledad, o emocionado en cada regreso, pura alegría de rizos y piel templada, a la búsqueda de una caricia y de un regalo.
Cuando el dueño se sintió acompañado por el perro, lamido hasta la saciedad, olido con atención, quiso dar el paso y cambió de vida. Perdió la memoria y cambió de vida. Los recuerdos se fueron escondiendo bajo una capa de agua convertida en hielo, una muralla de frío espeso que permitía deslizarse, patinar libremente sobre la realidad. Cambió de cara, de mirada, de tristeza y de sonrisa, de pelo, de ropa, de preocupaciones, de hábitos y de llamadas telefónicas. Un día los objetos no lo reconocieron al entrar en su casa. Se abrió una puerta y cruzó por el pasillo el cuerpo de un extraño, una silueta con pisadas distintas. El espejo no reconoció el rostro que se había buscado en su cristal. La butaca no identificó la temperatura que se le venía encima, y las noticias del televisor tampoco supieron para quién estaban trabajando, a quién debían explicarle la verdad de las cosas. Sólo el perro supo que se trataba de su dueño, y lo sintió llegar por la galería invisible del olfato, y salió corriendo desde el dormitorio, y saltó sobre él para darle la bienvenida. Aunque los objetos protestaron y aquella noche se rompió un cenicero y el marco de una fotografía de juventud, el dueño de la casa respiró con alivio, confirmó que se trataba de él mismo. Hay gentes que necesitan un perro para saber quiénes son, o para estar seguros de que son ellos mismos.
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