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Columna
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Silencio

Esta semana, 33 personas, barcelonesas, catalanas, nos reunimos en una comida para dar un abrazo de amistad y gratitud al periodista Josep Cuní. Su programa de radio, primero en la COM y luego en Ona Catalana, arrastró a decenas y cientos de miles de catalanes deseosos de escuchar y vivir la realidad de la mano de la independencia periodística. La independencia periodística, amigos -perdón por el chiste fácil-, tiene poco que ver con el independentismo y mucho con la ética, el aguante, la profesionalidad y la convicción de que es mucho más interesante -para los periodistas y para los que reciben su trabajo- explicar lo que pasa sin segundas intenciones ni intermediarios interesados. Pues bien, a estas alturas -¡año 2003! ¡Cataluña y España democráticas!- ese programa ha muerto en defensa de esta difícil independencia.

No es posible callar. No es posible hacer, otra vez más, como si no pasara nada. No es posible ignorar que en países como el nuestro, que se las dan de modernos, abiertos y presumen de libertades y progreso, la independencia profesional de los periodistas obtiene el trato inverso de la basura mediática. A la basura se la encumbra y se le ríen las gracias, mientras a la independencia y el respeto al pluralismo se los silencia. ¡Ejemplar! Exportemos esta imagen al extranjero y la aplaudirán, al unísono, Berlusconi y Bush, esos grandes ejemplos éticos para la humanidad.

¿Por qué será, en este berlanguiano y folclórico país -me refiero, claro está, a Cataluña y a España-, un gran negocio la basura mediática, es decir la propaganda, la mentira, la estulticia, el folleto publicitario?, ¿por qué la independencia quedará para minorías exquisitas y, a lo que parece, masoquistas?, ¿por qué será mucho más popular el independentismo -aunque sea de escaparate- que la independencia personal: la de cualquiera?, ¿qué clase de cultura cultivamos que permanece impasible ante la imposibilidad de conocer partes no previstas ni programadas -eso es la independencia- del puzzle de la verdad?, ¿qué esperarán los ciudadanos de los periodistas, un circo?, ¿quiere la gente saber la verdad de lo que nos sucede o sólo quiere huir, entretenerse, olvidar?

Sólo se me ocurre una respuesta: el miedo -el miedo más ridículo y banal a no hacer lo que todos parecen aceptar- es el responsable de tanta cobardía y de tanto silencio. Un silencio culpable, señores. Por ejemplo, tampoco se dijo nada cuando en Cataluña el presidente de la Generalitat eligió hereu político. Ni ahora, claro, se escandaliza nadie -¡en una democracia!- cuando todos dan por hecho que el jefe del Gobierno español podrá designar sucesor. Simplemente se calla: ¿se da por hecho que cualquier protesta -aquí, pero también en cualquier parte del mundo- es no sólo inútil sino peligrosa? El pragmatismo desplegado estos días pasados por los líderes socialdemócratas en Londres huele a pura supervivencia. ¿De qué?, ¿qué saben ellos, aparte de que, como todos hemos visto, la ONU ha acabado legitimando la guerra de Irak contra la que tanta gente se manifestó?

Hoy, el temor reverencial rodea todo lo referido al poder, a la influencia, al control de las conciencias, de los hábitos de vida. Se diría que hay poderes intocables en todas partes. Poderes capaces de silenciarnos a su conveniencia e imponer la agenda de nuestros intereses. Poderes que enferman las conciencias y las encierran en constantes referencias trampa: ahora, por ejemplo, se pretende que, en Cataluña, identifiquemos al político joven con el político bueno. ¿Hay que llevar a la hoguera, también, a todos los ciudadanos de más de 50 años?, ¿nos van a convencer de eso sin que nadie señale la infinita estupidez de la idea? Ése es, en fin, el gran problema de esta época: cada día intentan volvernos un poco más tontos. Intentan que seamos su espejo.

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