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Columna
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Tallas y medidas

La derecha siempre sabe lo que tiene que hacer para ser ella misma. Es que es fácil; basta con ir a lo suyo, es decir, a lo de unos pocos. Ser de izquierdas significa -por lo menos en el concepto- ir a lo de la mayoría y resulta por ello más complicado. Se necesita incluir nociones, duras de pelar y de conjugar socialmente, como la justicia, la solidaridad o el reparto.

Para orientarse -y no es poca cosa que haya reconocido por fin andar desorientada- la izquierda se edita mucho últimamente, y se organiza en numerosos cursos, conferencias y jornadas; e incluso encuentros en la cumbre. El último acaba de celebrarse en Sussex, Inglaterra. Allí, líderes y pensadores del (auto)denominado ámbito progresista -aunque sin especificar de qué comparación surge ese adjetivo- se han reunido para preguntarse qué sentido tiene hoy ser de izquierdas; o cómo se lleva ese ser al estar en la práctica.

Las conclusiones a las que han llegado esos mandatarios y sabios de todo el mundo son de una claridad meridiana y de una originalidad apabullante: primero, no basta pensar hay que actuar; el movimiento de la izquierda se demuestra andando. Segundo, el mundo tiene que cambiar. Y tercero, para que cambie el mundo, las actitudes de los ciudadanos tienen que transformarse.

Y espero que también resulte claro el tono de ironía de estas pasadas líneas. De ironía y de amargura. Y es que una se ha preguntado en estos y en otros días, innumerables veces, si la izquierda no tiene que recomponer ahora lo que ella misma lleva años contribuyendo a desmantelar, con acciones u omisiones como las que citaré a continuación sin ánimo exhaustivo: descuidar la cultura y descerebrar la educación -primeras y principales fuentes de libertad y madurez ciudadana-; confundir la crítica imprescindible con el repudio temerario de su linaje ideológico; perder o ceder, en consecuencia, el vocabulario de sus principios y de sus valores; o lo que es bastante peor, canjear irresponsablemente ese léxico por parcelas puntuales de poder.

Pero una no se va a hacer de derechas -por lo menos conscientemente- a estas alturas. Entre otras cosas, porque no tiene dudas de lo que pretende la derecha. Convertir, por ejemplo, el mecano del Estado del bienestar, que es una construcción articulada de piezas iguales, en un monopoly, es decir, en un solar para edificaciones privativas, ordenadas en función del dinero. No. La izquierda es otra cosa -por lo menos en el recuerdo-, y por eso una va a seguir confiando en ella y en la consigna que desde Sussex nos acaba de lanzar para defender el Estado del bienestar: la ""responsabilidad compartida". Noción que, traducida al lenguaje del ciudadano, significa que si queremos conservar los derechos del Estado del bienestar tenemos que forrarlos de responsabilidades. Ejercerlos con cabeza, con respeto y con medida, sin pasarnos. La nueva izquierda pide a los ciudadanos ese nuevo compromiso ético: que usemos pero no abusemos de los beneficios y servicios públicos.

Abandono la ironía y la amargura, e incluso la nostalgia, para decir que de entrada no me parece mal. Ser de izquierdas es una visión del mundo que, al subrayar lo colectivo, familiariza con la sobriedad y el prorrateo. Ser de izquierdas es, fundamentalmente, una actitud, una postura que tiene que traducirse en hechos concretos y cotidianos. Lo acepto y lo suscribo. Que ser de izquierdas tiene que notarse.

La cuestión ahora es ver cómo va notárseles a ellos, a los líderes político-progresistas del mundo. Con qué actos y con qué gestos van a demostrar esa progresía. Con qué ejemplos van a predicar su doctrina de la ética de la transparencia y de la responsabilidad públicas; del compromiso con la humanidad. Con qué enunciados van a consagrar su distinción ideológica. Y si he puesto distinción y no diferencia es para subrayar que la recuperación -liderazgo, influencia, credibilidad- de la izquierda no es sólo cuestión de medidas sino propiamente de talla.

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